El frio corre por mi cuerpo como aquella tarde de otoño de 1936 cuando el cartero que aún, "Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

El frio corre por mi cuerpo como aquella tarde de otoño de 1936 cuando el cartero que aún recorría el pueblo en su bicicleta – era muy viejo para ir a la guerra – dejó en mi casa un sobre con matasellos argentino. Lo abrí rasgándolo, y encontré una carta de llamada, un poder para celebrar la boda y una fotografía, que era lo que más esperaba ver. ¡Cómo no iba a estar ansiosa por conocer el rostro del hombree que me llevaría de Galicia! Pero la foto decía poco, era una postal que me devolvía la mirada de un hombre joven, de ojos pequeños y claros, lucía un bigote prolijo y estaba bien vestido. Eso era todo.
Estuve mucho rato observándolo, no me provocó rechazo ni me sentí atraída, solo indiferente. De una cosa estaba segura, si mi padre estaba decidido a que su hija dejara España rumbo a América, con seguridad lo lograría. Yo no tenía fuerzas ni costumbre para oponérmele. Tanto fue así que diez días más tarde, en medio de la desolación que una batería instalada a las puertas del pueblo provocó en todos nosotros, yo había firmado el acta de matrimonio y mi primo Rafael, el que perdió un brazo en la muela, lo hizo por mi desconocido marido. ¡Ay, madre! Ya que usted tenía el don de saber cuál sería el destino de cada uno de sus hijos con solo mirarnos a los ojos, ¿por qué me dejó ir?
A pesar de todo un tren pasaba una vez por semana camino a Vigo. Fue la última vez que viajé en tren. Varias veces en mi larga vida he llegado hasta la Estación Terminal aquí pero nunca tuve el coraje de abordar uno. Ahora ya no vale la pena hacerlo. Tampoco volví a viajar en barco. He quedado anclada en esta ciudad. Mi pasaje fue solo de ida. Un domingo muy temprano en una nave de bandera francesa zarpamos los desterrados. La proa señalaba la tierra nueva y un hombre desconocido y la popa arrastraba el lastre de mis raíces.
Tengo frio, desearía que un té calentara mi cuerpo pero es como si una fuerza extraordinaria me mantuviera inmóvil frente a esta ventana, desde donde ya no veo nada, es noche cerrada y hay toque de queda. El breve retazo de rio que me desvela durante el día es un paño negro ahora. Cierro los ojos y puedo oir el golpe de las olas sobre el casco de la nave que me trajo. Cuando salí de mi casa el sol brillaba en la costa gallega y cuando llegué aquí todo era bruma, frio y el tronar incesante de la sirena del buque y de los remolcadores que hacían un gran esfuerzo para arrastrar aquel navío colmado de pasajeros que nunca hubiesen abandonado su tierra si no hubiese sido por la estupidez humana que lleva a una pelea fraticida.
En el muelle, arremolinadas por el viento, había ansiedades, preguntas, felicidad y dudas. Yo fui de las últimas en bajar casi empujada por Manuel que conocía muy bien mi historia. También nació en Fisterra y en las noches interminables cuando no estaba de guardia, conversábamos mucho y él fue un bálsamo para mi ansiedad. Era buen mozo y muchas muchachas envidiaban mi suerte. ¡Si hubiesen sabido!