Cuando los árboles se pueblen de pájaros, "Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

Cuando los árboles se pueblen de pájaros

La casa estaba en silencio y la penumbra, poco a poco, iba adueñándose de los cuartos, mientras la muchacha miraba con nostalgia a su abuela dormida frente a la ventana. Se levantó sin hacer ruido, para no despertarla y, siguiendo un inexplicable impulso, entró al que había sido el dormitorio de sus abuelos.
El ropero con una inmensa luna de cristal en el centro se abrió para ella, dejando al desnudo la vida pasada, curiosidades celosamente guardadas por años en cajas de madera y latón. Pronto descubrió un cuaderno con un ramo de violetas en la portada y, sentándose a los pies de la cama, leyó con avidez …

“Las manos del cochero eran tan grandes como la pena que encogía mi corazón. Tengo pocos recuerdos de aquel día, cuando me llevaron a casa de tía Guillermina.
La tarde caía presurosa para dar paso a las sombras que empujaban detrás de las peñas. El hombre de manos grandes bajó el equipaje: una valija de cartón azul y una bolsa de tela que todavía conservo; mi madre la había bordado para mí. Saludó sin ceremonias a los que estaban en la puerta de la casa y se acercó para besar sonoramente mis mejillas. Dio media vuelta y aceleró el viejo Ford hasta que en un recodo del camino, desapareció.
Yo quedé allí, de pie, con los brazos a los lados y los ojos ardiendo, sin saber qué hacer ni qué decir. Sentía deseos de correr, de escapar. Crecí a orillas del mar y, en cambio, en ese lugar sólo había piedras, montañas y un trozo de cielo. Mis ojos estaban acostumbrados a la lejanía del horizonte, a ver salir el sol si miraba hacia el levante y batir mis manos alegremente a modo de despedida cuando desaparecía en el ocaso, mientras el mar viraba a un azul profundo, oscuro.
En la puerta de la casa de tía Guillermina todo era quietud. Como si la rueda de la vida se hubiese detenido por un tiempo mientras observaban a la niña huérfana que venía a compartir sus privaciones. Los árboles estaban desnudos y no se veían pájaros. Me parecía que allí la belleza vivía su destierro.
El primero en acercarse fue un niño tan pequeño como yo. Nos dimos un tímido beso y, como en un hechizo, estuve de pronto frente a sus padres y su hermana mayor. Tía Guillermina no se parecía a mamá. Era morena, magra, de escasa sonrisa y modales bruscos, casi. Nunca la vi abandonar el luto de sus ropas, hasta sus enaguas eran negras.
En cambio, mi madre tenía el cabello rubio y los ojos eran dos aguamarinas engarzadas en su rostro redondo y blando. Sonreía a menudo, era feliz y no sentía vergüenza por ello. Había dejado esa tierra pedregosa para seguir al hombre amado hasta el mar y allí, entre la espuma de las olas, había parido a su única hija. Mi padre era pescador, amo y señor de las aguas. Hasta esa tarde de verano cuando el barco quedó atrapado en medio de una tormenta de viento y lluvia que lo hizo zozobrar y se hundió sin remedio.
Un viejo marinero me salvó ciñendo mi cuerpo con un salvavidas hasta que fui rescatada por otro barco pesquero. No pasaron muchos días hasta que me enviaron a casa de tía Guillermina, mis únicos parientes.
Para mi prima Elisa no era bienvenida, temía que le quitara sus escasos privilegios y, desde el primer momento, hizo de cuenta que no había llegado a su vida. Traté de hacer amistad con ella pero fue en vano, sólo se acercó el día que murió su padre, porque no sabía qué hacer. Yo tampoco sabía, pero entre las dos lo vestimos y acomodamos para la ceremonia fúnebre. Para ese entonces ya éramos mujeres de más de cuarenta años. Tía Guillermina había muerto mucho tiempo atrás.
Del tío poco puedo decir. Era ciego cuando lo conocí y el silencio lo envolvía, siempre. Me he preguntado muchas veces si sería ése su verdadero temperamento o si estaba enojado con la vida. Vivía con los recuerdos de lo que había visto antes del accidente en la mina y lamentaba todo lo que había mirado sin verlo.
Cuando quedamos solos en la casa, Elisa anunció su decisión de irse a la ciudad. Se fue cuando los árboles se poblaron de pájaros.
Sólo estábamos él y yo. Por años habíamos evitado rozarnos las manos, siquiera. Nos mirábamos lo necesario y nuestras conversaciones eran inciertas o sobre pequeñas cosas cotidianas. Pero la primera vez que compartimos la magra cena, dejamos de fingir. Sólo el espíritu de tía Guillermina podría separarnos, decía yo. Él reía conmigo. Esa misma noche nos dijimos todo lo que habíamos callado durante tantos años. Pronto alumbró sus sueños y yo le dije los míos. Ansiaba volver a ver el mar y quería que él también lo conociera. Que se embriagara con el cielo, con la luna llena subiendo despacio por la escalera que la lleva al cenit, con los olores de la mar.
Una tarde, cuando los árboles se poblaron de pájaros, cerramos la vieja casa de piedra y partimos. No habíamos cruzado aún el río Órbigo, cuando un vecino nos alcanzó una carta de Elisa. Decía cómo se había adaptado a la vida en la ciudad, que había encontrado un buen empleo y que su patrona era una buena mujer. A instancias suya había escrito esa carta para decirnos que mi madre y tía Guillermina no eran hermanas. Sólo las habían criado juntas en esa casa de la ciudad.
Al fin llega un día en que la felicidad puede hasta tocarse con la punta de los dedos. Ese día había llegado para tu abuelo y para mí. Dios nos bendijo y una tarde, cerca del mar, nació nuestra hija, tu madre.
Narrar la vida es difícil, sólo hay que haberla vivido. Busca tu camino, mi nieta amada, sé fiel a ti misma. Y un día, cuando veas que los árboles se pueblan de pájaros, habrás encontrado tu felicidad.”

les guste este relato. Los abrazo!