Continuación
EL REFUGIO DE LAS CAMPANAS
El niño, después de escuchar esta historia, la tocó. No era una campanita sólo de forma. Su badajo se movía, golpeando sus paredes azules — porque era de color azul — y emitía un sonido débil, dulce, acogedor.
— ¿Y cuál es la campana más grande? — preguntó, ansioso de saltar a los extremos: de la más pequeña a la más espaciosa.
— Está lejos — dijo el campanero —. Cuando anochezca puedes alcanzar hasta ella. Hoy no te puedo acompañar, pero mañana, cuando la hayas visto, te contaré su historia.
Las pupilas del niño, dilatadas por el interés, siguieron así cuando el anciano terminó de hablar. Sus ojos perdieron de antemano el suero de su hora de dormir. Esperó, anheloso, la noche. Y bajo un cielo intensamente estrellado, bajo la luz iluminadora de la luna llena, caminó sin cansancio hasta enfrentarse a una campana gigante que no pendía, sino que estaba inclinada en el suelo.

Se acercó y penetró en ella. La tocó. Quiso mover el badajo y no pudo. Parecía imposible que hombres, por más potentes que fueran, pudieran haber tenido la fuerza suficiente para haber traído de alguna manera esa campana. ¿De qué manera? Algún poder sobrenatural tenía que haber influido en el traslado. O la habían fundido allí mismo.

Oyó la voz de su padre que lo llamaba. Respondió a esa llamada y su voz tuvo como una resonancia de campana: hermosa, fuerte, prolongada. El padre se guió por esa voz que tenía sonoridades de Universo y encontró a su hijo.
Juntos, aquella noche durmieron dentro de la cobijadora campana, que era como una caja sonora. Y aunque era de duro metal, les pareció que sus cuerpos flotaban entre blandos arpegios de músicas siderales.

Despertando, el padre le dijo a su hijo:
— Debemos abandonar este pueblo. Tengo que buscar trabajo Y aquí no lo encontraré.
El niño estuvo un momento silencioso. Luego insinuó:
— ¿Yo podría quedarme?
Por esa pregunta tímida y ansiosa, el padre comprendió que su hijo había sido conquistado por las campanas. Recordó que el amor de su hijo por lo que suena, venia de los sonajeros que tuvo en su infancia. Su mujer, desde que su hijo nació, utilizó el sonajero y los cascabeles para avivar los sentidos del niño y distraerlo. Se acordó de unos saltimbanquis y payasos que llegaron al lugar donde vivían y cuyas vestimentas estaban adornadas de cascabeles. Su hijo los seguía fascinado, detuvo a uno y le pidió que le regalará el cascabel. El más joven arrancó de su blusa el más lindo y se lo regaló. Hasta ahora, no dudaba que su hijo, seguramente lo traía en un bolsillo. Pensó que ese lugar le daba confianza. No podía haber demonios, porque el diablo no puede morar donde hay campanas. Tampoco las brujas. Las campanas preservan de maleficios.
Decidió alejarse y dejar allí a su hijo…