Continuación

Los días de Semana Santa, el día viernes precisamente, que por la muerte de Cristo en la Cruz, todas las campanas del mundo cristiano enmudecen, persistían allí con sus sones habituales. Las campanas de ese pueblo no doblaban a muerto, no tañían para anunciar un entierro, no repicaban para llamar a los fieles a cumplir en las iglesias sus oficios religiosos.
Pero, un viento arcangélico se levantó a las 12 de la noche del primer 24 de diciembre que le tocó al niño vivir en ese pueblo. Fue como un viento de alas, que arrancó volutas de sonidos. Ondulantes sones se elevaban, crecían, disminuían como un oleaje. En ese prodigio derrame de sonidos, se desplegaban sonoridades que alcanzaban distancias infinitas.
El niño, estupefacto, escuchó el asedio de las campanas que tintineaban todas en el cristal del aire. una mano invisible balanceaba todos los badajos, orquestando una música inigualable, como la de un gigantesco carillón terrestre y celestial a la vez; música no escrita, no basada en las siete notas musicales, sino en una sobrenatural sinfonía que tenía entremezclados el canto de los pájaros, el murmullo del mar, la canción de las corrientes fluviales, y otras sonoridades de la naturaleza.
Nunca más el niño quiso dormir la víspera de Navidad, la noche de transición hacia la Pascua del 25 de diciembre, Las escuchó la vida entera. Niño, hombre, anciano, esperó esa música de campanas que no se generaba sino una vez al año, para rememorar el nacimiento de Jesús hacía veinte siglos.
FIN.
Pepita Turina.