Lucha de clases a pleno sol (1/2)

El cine nos dice que las vacaciones son un privilegio; fotografía mansiones, en un paisaje de postal cuanto más exclusivo mejor y con gente guapa. Si por casualidad alguien de la clase obrera logra colarse en una pantalla el asunto acabará mal

“Las vacaciones debe tomarlas el que pueda cuando pueda. La cosa no está para bromas.” La frase pertenece al presidente de la empresa Viscofan, líder mundial en fabricación y distribución de tripas artificiales para salchichas, Jose Domingo de Ampuero y Osma. No se dejen engañar por lo de las salchichas porque es un patricio de rancio abolengo: nieto del fundador del Banco de Bilbao que también presidió su padre, el mismo mandamás de Iberdrola y del BBVA y tan importante que sale en los papeles de Villarejo (si no sale usted, que sepa que es un don nadie). Ampuero se explayó a gusto durante la cumbre empresarial 2020 de la CEOE, esa cadena de montaje de personajes y frases legendarias, como las de su estrella Díaz Ferrán: “La mejor empresa pública es la que no existe”; “Las empresas públicas que existen lo que tienen que hacer es privatizarse”; “Menos intervencionismo, más desregulación, más externalización de los servicios públicos” y la más famosa: “Hay que trabajar más y ganar menos para salir de la crisis”. Los grandes hits del presidente de los empresarios acabaron cuando entró en prisión, pero su legado vive y tiene más bandas tributo que nunca. Peccata minuta, quédense con la idea: las vacaciones son una broma o un lujo que no todos pueden ni deben alcanzar. Mejor abolirlas. Eso opina una inmensa mayoría del poder empresarial, político e ideológico que dirige el cotarro, aunque su opinión/recomendación/amenaza sea ilegal. El derecho a vacaciones pagadas aparece en España en 1918, cuando se concede a los funcionarios 15 días de asueto retribuido, pero tiene que ser la II República –ya salió el Gordo– quien apruebe la Ley del Contrato de Trabajo que contemplaba un permiso anual de siete días para todos los asalariados; es decir, para las clases que nunca habían conocido más que el trabajo o el hambre. El colmo de la anarquía, el bolchevismo y el caos, vamos. Por cosillas así, se monta una guerra civil.

Pues aunque no le crean, el cine mundial les da la razón; las vacaciones son un privilegio de clases pudientes, insiste en decirnos una y otra vez mientras fotografía bien y bonito mansiones bajo el sol, con playa o gran piscina, en un paisaje de postal cuanto más exclusivo mejor y con gente guapa salida de la burguesía cuando no de la clase altísima. No hace más que reflejar una realidad conspicua; que la élite del planeta es la verdadera experta en ociosidad y en esta lid muestra un estilazo y joie de vivre que nunca tendrán los hijos de la clase obrera. Si por casualidad alguno de estos logra al fin colarse en una pantalla el asunto acabará mal. Normal: de vacaciones está desubicado, incómodo e incluso puede que tanta holganza le provoque intenciones delictivas.

La imagen icónica del canalla que viene a fastidiar las vacaciones de los elegidos por la fortuna no es otra que la de Alain Delon gracias a dos películas plenas de sol, barcos, casoplones, piscinas, viajes y coches caros y mujeres bellas –aunque no tanto como el mismo Delon– todo aliñado con Nouvelle Vague. Si en A pleno sol (Clément, 1960) se convierte en el Ripley de la Highsmith, paradigma de asesino vengativo y calculador que quiere sustituir a un pijo e insufrible playboy en eternas vacaciones, en La piscina (Deray, 1969) interpreta a un currito (“Jean Paul solo tiene un mes de vacaciones… ¡Pobre Jean Paul!”) que ahoga en la piscina del título al triunfador propietario de un Maserati después de calzarse a su ex y a su hija. La belleza perturbadora, oscura y agresiva del francés puede que venga de sus orígenes proletarios y una infancia difícil: expulsado del colegio, trabaja desde los 14 años como pescadero, carretillero y camarero antes que actor. Las dos películas tienen fallidísimos remakes: mientras que en los 60 era cool hasta el tapizado de las tumbonas, los veranos de los ricos de El talento de Mr. Ripley (Minghella, 1999) y Cegados por el sol (Guadagnino, 2015) resultan horteras y cursis. Y ni el aburrido Matt Damon ni el guapérrimo Matthias Schoenaerts albergan un ápice de la belleza maligna de monsieur Delon.

El clasismo vacacional en el cine quedaba instaurado desde el clasicismo cinematográfico con Vacaciones en Roma (Wyler, 1953), esa comedia que edulcora las escapaditas de reyes hacia unas eternas vacaciones que a veces se vuelven exilios. Aquí, mientras la princesa Hepburn hace sus gracietas turísticas, el periodista Gregory Peck está pagando Fantas y trabajando para conseguir un scoop. La prensa consentidora, ya saben. Y de nuevo encontramos un delincuente entre ricos ociosos: el ladrón de guante blanco Cary Grant de Atrapa a un ladrón (Hitchcock, 1955) desplumando a las señoras que gastan millones en casinos de Mónaco luciendo joyas tan exageradas como su vidorra. Se demuestra que los chorizos están por todas partes: un sueño húmedo para los vendedores de alarmas. Hablando de clásicos: Ingmar Bergman también le da duro al caso que nos ocupa en Un verano con Mónica (1953). El verano de amor y vacaciones del chico de los recados y la dependiente de una frutería no puede acabar bien porque una obrera no puede tener sueños de ocio y disfrute, por muy sueca que sea. Y mucho peor le hubiera ido con un hirsuto españolito del cine del desarrollismo, los de Torremolinos y “que vienen las suecas” o con el mismísimo Manfredi de El Verdugo (1961): el momento de las cuevas del Drach representa el culmen tenebroso del turismo dictatorial con una lectura más: un pobre verdugo no puede disfrutar de vacaciones porque se debe a su (miserable) trabajo. Historias en blanco y negro que se olvidan cuando varias generaciones españolas descubren su propio mito propagandístico: absolutamente todos los adolescentes de los 80 eran libres para veranear en las playas del país cada Verano Azul (Mercero, 1981) de progreso eterno. Década tras década, las bondades del régimen del 78 siguen emitiéndose hasta el día de hoy, en franca colisión con las plataformas por cable del no tan nuevo siglo: están llenas de malvados mensajes anti turísticos y de malvados setenteros como el de La serpiente (BBC-Netflix, 2021); historia real que muestra a un hombre cuya obsesión es ser aceptado por la alta sociedad parisina, que en los 70 estafaba y asesinaba a jipis y mochileros de vacaciones por el sudeste asiático. Lo cierto es que el tipo se lo curraba, tanto que Charles Shobraj –el delincuente en su día más buscado por la Interpol– cumple cadena perpetua por 12 asesinatos que podrían ser muchos más.