Pues, señor, está visto –torno a decir al tornar a despertarme–; es cosa decidida que, Amantes del teatro y la lectura

Pues, señor, está visto –torno a decir al tornar a despertarme–; es cosa decidida que yo no he de pegar los ojos en toda la noche.

Y no sabiendo ya qué hacer, me puse a tararear una barcarola al compás de los golpes del reloj, que yo en mi mente fingía que eran los de los remos. Figuraos una noche serena, un cielo azul oscuro sembrado de puntos de oro, un mar de plata en cuyas olas se quiebra y chispea la claridad de la luna, un esquife ligerísimo que corta las aguas dejando en pos una estela ancha y brillante, el profundo silencio de la inmensidad y las notas de una canción que flotan en el aire, donde la melodía se mece impregnada en voluptuosa languidez al cadencioso golpe de remo. No hay poeta romántico, no hay niña novelesca que no haya soñado alguna vez este cuadro del mar, la cancioncita, el barquito y la luna; cuadro magnífico, situación llena de poesía, de la que se ha abusado tal vez, pero que indudablemente es hermosa.

Perfectamente arrebujado en la ropa de la cama, entre despierto y dormido, cantando más que con los labios con la Imaginación una célebre barcarola de Weber, gocé durante algunos minutos de todas las delicias que hubiera podido gozar con la realidad de lo que me fingía. Hubo momentos durante los cuales creí que mi catre de hierro oscilaba al compás de los repetidos golpes del reloj, y que las gotas del agua, heridas por el remo, me saltaban a la cara.

« ¿Pero adónde diablos voy cantando y dándole al remo como un galeote por esta mar sin límites?», empecé a preguntarme al cabo de un cuarto de hora, y cuando ya había, por decirlo así, pasado revista a todo mi repertorio musical marítimo, que no es pequeño. Y bogaba y bogaba, y parecía que los golpes que marcaban la mesura, me obligaban a cantar, que quieras que no, siempre en un mismo compás. Con la frente cubierta de sudor, cansado de agitarme a un lado y otro, y completamente hastiado de aquella música que sin que yo quisiera me seguía sonando en el oído, resolví incorporarme en la cama para salir de la especie de sonambulismo lúcido en que me encontraba.

– ¡Gracias a Dios! –exclamé una vez sentado, ya el golpe del péndulo no me parece otra cosa que lo que en efecto es.

Y me tranquilicé un rato, aunque para volverme a desesperar de nuevo. Yo he oído la polilla roer durante horas y horas, con una persistencia digna de mejor causa, los maderos del balcón de mi cuarto. Yo me he pasado en claro una y hasta tres noches sintiendo el aire entrar con un ruido sin nombre por el cañón de la chimenea de mi gabinete, y en un puerto de mar he soportado quince días de temporal escuchando el monótono y lejano bramido del oleaje; yo, por último, tengo un vecino, que Dios confunda, el cual vecino tiene un perro, cuyo perro, no sé si casual o intencionadamente, deja la mitad de las noches en la escalera, de modo que el animalito se entretiene en aullar hasta que amanece, y sin embargo yo, que he tenido el disgusto de apreciar y aquilatar tantos ruidos incómodos, confieso que no conozco nada tan impertinente, tan cansado, tan abrumador como el eterno dale que le das de un reloj de péndulo. Después de haberlos descompuesto y analizado, en el ruido del insecto que roe, en el murmullo del aire que zumba, en el eco lejano del mar que brama, en los lastimosos aullidos del perro que araña las puertas, hay una inmensa escala de tonos cuya diferencia llega a hacerse perceptible y rompen la monotonía. En algunas ocasiones he creído oír hasta palabras y frases entrecortadas en el silbo de los vientos, he seguido al insecto invisible en todas las peripecias de su titánica obra y he escuchado como una especie de himno en el murmullo de las aguas; pero por más que aquella noche intenté descomponer el continuado martilleo del reloj, no pude sacar en limpio sino dos golpes secos, metálicos, monótonos hasta la saciedad. Ya no podía dormir, ya no podía soñar siquiera para variar el suplicio; en mi lucha con el péndulo, comenzaba a ceder; a la impaciencia nerviosa, había sucedido una postración momentánea, precursora tal vez de una gran crisis. Oía los golpes como si me sonasen dentro de la cabeza. Los latidos de mis sienes no marchaban ya a compás con los de la máquina, porque la fiebre los había apresurado. Yo no sé dónde he leído que en la Inquisición daban un tormento horrible, dejando caer alternativamente sobre la cabeza del acusado una gota de agua fría y otra hirviendo.

En aquel instante hubiera jurado que cada uno de aquellos golpes era una gota de plomo derretido o de nieve que me taladraba el cráneo y me encendía o me espasmodizaba, causándome dolores horribles. Intenté sustraerme a aquel extraño tormento tapándome los oídos. ¡Afán inútil! Desesperado, sin fuerzas para aguardar el día en aquella angustia, salté de la cama, busqué a tientas y precipitadamente un fósforo y lo encendí. Yo no podré asegurar hoy que no fuese una alucinación, pero al derramarse la claridad por la alcoba, al fijar mis ojos en la esfera del reloj, se me figuró que las manecillas retorciéndose y los números romanos combinándose extrañamente fingían una cara diabólica que se reía con una carcajada muda de mi tormento y mi afán. No pude contenerme;

levanté una silla con las dos manos e hice añicos la condenada máquina, origen de todos mis sinsabores. Después volví a acostarme y me dormí con la tranquilidad de un justo. Al despertar el otro día y ver hecho pedazos el reloj, no pude menos de exclamar qué género de sistema nervioso sería el de nuestros padres, que no sólo gustaban de los relojes con péndulo, sino que, ¡horror!, los tenían hasta con cuco.

Gustavo A. Bequer.