El «relato» empieza a fallar a Puigdemont....

El «relato» empieza a fallar a Puigdemont.

Llarena, un magistrado insultado, acosado y vilipendiado como pocos antes en democracia, ha empezado a ganar una partida que la indolencia premeditada del Estado le hacía perder por días.

Manuel Marín.

Madrid.

Actualizado:

31/08/2018 01:23h.

La relevancia de la drástica rectificación del Gobierno en defensa del magistrado Pablo Llarena consiste en que, por primera vez en meses, se está consiguiendo revertir el relato victimista y manipulador del separatismo. Hasta ahora, cada campaña de propaganda diseñada por el independentismo era un éxito frente a la parálisis de un constitucionalismo fracturado e inmerso en otras prioridades. En un primer momento, el Gobierno de Pedro Sánchez quiso dar una sobrada apariencia de teledirigir el proceso penal para supeditarlo a una estrategia de diálogo con Cataluña. Llarena y su instrucción nunca generaron ninguna simpatía en el PSOE porque realmente llegó a creer que la «solución política» para Cataluña pasaba por minimizar al Tribunal Supremo y vincular la instrucción al anterior Gobierno del PP. Sus palabras, y las del PSC, contra la «judicialización» del golpe de Estado como factor entorpecedor de cualquier solución política, sugerían que la suavización de cualquier acusación por parte de la Fiscalía serviría de moneda de cambio para la estrategia de «apaciguamiento».

Sin embargo, ese concepto de autoridad y separación de poderes mal entendido por Moncloa ha engrasado como nunca antes los mecanismos reactivos de nuestro aparato de Justicia con un «Me Too» imprescindible. La demanda de Carles Puigdemont contra Llarena ha sido una agresión en toda regla pésimamente diagnosticada por el Gobierno. Nuestra Justicia, habitualmente endogámica y viciada por la misma fractura ideológica que condiciona y paraliza a los partidos frente a cuestiones de Estado inaplazables, ha temido realmente que la inacción del Gobierno, y su primigenia idea de abandonar a Llarena a su suerte, fulminasen nuestro sistema de garantías. La justificación de una superioridad moral de los derechos de Puigdemont frente a todo nuestro «autoritario y parcial» aparato de justicia habría sido demoledora. Habría supuesto servir en bandeja el argumento a la Justicia belga, a menudo más receptiva y tolerante con el separatismo político que con la letra de las leyes de cada país. Y del suyo propio. Antecedentes de ello contra España abonan las hemerotecas.

El PSOE nunca ocultó su incomodidad con un proceso penal por traición y sedición. Nunca compartió el encarcelamiento provisional de los acusados porque perjudicaba su objetivo táctico de frenar al separatismo con gestos. Más aún, el Supremo corría el riesgo de ser un impedimento para otros objetivos ulteriores del Gobierno socialista. Por eso hoy Llarena, un magistrado insultado, acosado y vilipendiado como pocos antes en democracia, ha empezado a ganar una partida que la indolencia premeditada del Estado le hacía perder por días. No como magistrado en el legítimo uso de sus prerrogativas constitucionales para la aplicación del Código Penal, sino como rostro que encarna todo nuestro sistema de garantías y libertades.

No ha sido una espontánea reacción de solidaridad personal dispensada por el mundo jurídico –a izquierda y derecha– lo que ha obligado al Gobierno a rectificar. Ha sido la tardía convicción real de que si Sánchez, alertado por otros ministros, no desautorizaba a la titular de Justicia, habría una revuelta «judicial» en España, y todo el andamiaje de nuestra justicia quedaría herido frente a una acusación que se ha revelado falsa, antes incluso de ser admitida en Bruselas.

Aunque sea rectificando, España está ahora en mejor posición que antes para superar, en legítima defensa propia, este pleito fraudulento y prefabricado. No es Llarena quien tiene que ganar nada, porque no es él quien compite con Puigdemont. No están en ninguna equivalencia de valores. Ahí radica la toxicidad del argumento que lleva meses elaborando el separatismo con un perverso «cara a cara» que no es tal, porque ni una sola decisión de Llarena en casi un año de instrucción ha sido revocada. En esta época de eslóganes artificiales y de mercantilización de la política, hace meses que el constitucionalismo ha perdido la ocasión de sostener que frente a los ataques del separatismo a un modelo de nación, «Llarena somos todos». Toca resarcirse ahora frente a otro «relato» que la Generalitat había manipulado a capricho, y ganaba, con Llarena y el Supremo a la intemperie.

Manuel Marín.

Adjunto al Director.