Flatulencias....

Flatulencias.

Imaginemos a un preso cubano quejándose de que la carne le llega muy hecha.

David Gistau.

09/12/2017.

En la sociedad en la que emulsionó Ferrán Adriá, cuyos popes intelectuales se niegan a comer pochas y en general de cuchara porque lo consideran una afrenta a la civilización, las penalidades gastronómicas de Rull y Turull —«De Profundis»— tienen que haber supuesto una auténtica conmoción. Hamburguesas demasiado hechas, cocidos flatulentos... No esperábamos torturas semejantes en las sentinas del franquismo. Con pavor, albergamos la sospecha de que el vino puede haberles llegado a la mesa con la temperatura inadecuada. Esto termina en La Haya con la confirmación del cliché folclórico de la España fascista. Tenían razón: el Estado estaba dispuesto a hacerles cualquier cosa.

Ahora, menudos combatientes del maquis, menudos guerrilleros del independentismo que hasta la vida en la balacera iban a dar, éstos que sucumben a un cocido en menos tiempo que los revolucionarios de antaño a la aplicación de descargas eléctricas en los testículos. Flatulenta, dice Rull, el burgués con tarjeta de crédito oficial que debía de cruzarse con Sostres en esos restaurantes con pretensiones desde los cuales tanto ha sido despreciada La Meseta y que, de echarse al monte, tendría que haberse llevado tarteras con selecciones de «Tickets», esfericidad de la falsa aceituna incluida, para evitar las exigencias flatulentas de las raciones de supervivencia en el vivac. Un Maidán, iban a hacer. Las balas, iban a desafiar. ¡Pero si pueden con ellos los garbanzos! Que se los echan a los costumbristas madrileños y por el culo les salen renglones galdosianos.

Las quejas de Rull, cuya reseña en Tripadvisor de la cocina de Estremera ansío leer, constituye un resumen perfecto del contenido irracional y autolesivo de la aventura independentista. Estos funcionarios burgueses a los que el pujolismo y la coartada de sofisticación de Cataluña dejaron la barriga acostumbrada a los manjares ingrávidos y que se decían dispuestos al sacrificio sin haber calibrado jamás la posibilidad de que la lucha heroica produjera pedos. Imaginemos a Mandela, una vez excarcelado, quejándose de la escasa calidad de la comida en Robben. Imaginemos a un preso cubano quejándose de que la carne le llega muy hecha. Imaginemos en ese trance a los verdaderos presos políticos que sufrieron condenadas largas, de dos décadas, y salieron de allí con aplomo, sin lamentos, con la entereza de hombres a quienes los pedos les huelen por la mañana como el napalm al coronel Kilgore. Pero a qué señoritos de ping-pong y almax hemos concedido el prestigio de «hostis publacae». Pero esto qué es. Ni por los comederos cuartelarios han pasado, toda la vida chasqueando los dedos para que venga el «maître».

Entérese Rull de cómo se come en el maquis con la anécdota de otro cocido, el maragato, cuyos vuelcos están invertidos porque los guerrilleros, temiendo la llegada intempestiva de tropas francesas, preferían comer primero lo más sustancioso. El Empecinado quejándose junto a la hoguera de gases. Acabáramos.