Los pasos perdidos....

Los pasos perdidos.

Emana una cierta melancolía de quienes un día mandaron mucho y ya no.

Luis Ventoso.

Actualizado:

11/05/2019 23:52h.

Mi columnista favorito no se ocupa de tormentas en vasos de agua. Las redes sociales le resbalan. Tampoco ejerce de tertuliano. Ni siquiera escribe en medio alguno porque se murió en 1592, a los 59 años, por unas anginas traidoras. Mi columnista favorito era culto, elegante y sereno, a pesar de que lo martirizaban las piedras del riñón. Pero a veces soltaba algún capón que sentaría bien a nuestra dicharachera clase política: «Nadie está libre de decir estupideces. Lo malo es decirlas con énfasis». También dejó sagaces definiciones irónicas: «El mejor matrimonio sería aquel de una mujer ciega con un marido sordo». E incluso una condena protoliberal de la cansina subcultura de la queja que padecemos: «A nadie le va mal durante mucho tiempo sin que él mismo tenga la culpa».

Michel Eyquem de Montaigne descendía de prósperos judíos sefardíes y nació en un castillo de la Aquitania, uno de esos paraísos europeos a los que uno se mudaría mañana (de ser libre y de posibles). Su padre lo sometió a un excéntrico experimento pedagógico. Hasta los tres años lo hizo vivir en una cabaña de labriegos, para que mamase la vida de los humildes, y luego lo obligó a que latín y griego fuesen sus idiomas cotidianos. Estudió leyes, trabajó en tribunales y se convirtió en cortesano influyente en el círculo de Carlos IX, que lo ensalzó con altos honores. Pero hete aquí que el último día de febrero de 1571, fecha de su 38 cumpleaños, Montaigne renuncia al gran teatro del mundo y a todos los oropeles del poder. «Cansado de la servidumbre de la corte y los empleos públicos», decide encerrarse en la torre circular de su castillo para dedicarse a leer y a escribir sobre su yo. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué deja la droga del poder?

Ocho años antes, la peste se había llevado a su mejor amigo, Étienne de la Boétie, al que probablemente Montaigne amaba más que a su mujer, madre de sus seis hijos. Repara entonces Michel en una certeza terrible, que todos conocemos, pero que enterramos bajo una losa de amnesia para seguir viviendo: «Todos los días van hacia la muerte. El último, la alcanza». Montaigne se impone un nuevo orden de prioridades. «La principal ocupación de mi vida es pasarla lo mejor posible». Sabe que es «más soportable estar siempre solo que no poder estarlo nunca», así que se enclaustra en su torre, dedicado a responder por escrito a una pregunta: « ¿Qué sé yo?». La contestación son sus «Ensayos», libro inagotable.

Hacer lo que hizo Montaigne, soltar el poder con alegría y sin mirar atrás, es tan arduo que casi semeja antinatural. Salón de los Pasos Perdidos en el adiós a Rubalcaba. Personas que antaño lo podían todo transitan envueltas en una melancolía tenue, inaprensible, pero real. El teléfono suena poco. La embriagadora sensación que el mundo depende de ti se ha esfumado. Nuevos actores te convierten en una sombra respetable, pero irrelevante. Montaigne les ofrece su consuelo: «La verdadera libertad consiste en el absoluto dominio de uno mismo». Pascal lo dice aún más claro: «Todas las desgracias del hombre derivan de no saber estar tranquilo y solo en una habitación». Amén.

Luis Ventoso.

Director Adjunto.