El voto de los tontos....

El voto de los tontos.

El debate fue una penosa constatación de que esta política es un espectáculo de baja calidad para un público adocenado.

Ignacio Camacho.

Actualizado: 05/11/2019 09:04h.

Hace tiempo que las campañas electorales en España parecen dirigidas a captar el voto de los tontos. No ya de los ingenuos que aún son capaces de creer en promesas, sino de los espíritus simples, de los forofos de mentalidad estrecha que eligen su papeleta en función de zascas dialécticos, consignas ramplonas o frases hechas. El espejismo de realidad aumentada de las redes digitales, la sacralización de las emociones y de la cultura de la queja, y la ausencia de una educación en el pensamiento crítico han construido una sociedad adolescente y maniquea, intelectualmente banal y políticamente hemipléjica, refractaria a razonamientos matizados y a premisas complejas. El populismo triunfa y se contagia aprovechando esa generalizada pereza que provoca en la opinión pública un desolador vacío de ideas. Qué líder se va a molestar en dirigirse a ciudadanos maduros, capaces de discurrir por su cuenta, cuando puede ganar voluntades a base de baratijas ideológicas y de demagogia garbancera.

El debate de anoche resultó una lastimosa constatación de ese proceso trivial que ha convertido la política en un espectáculo de baja calidad para un público adocenado. Reproches cansinos, recetas de brocha gorda, sofismas, argumentos vacuos. Un enredo circular sobre el bloqueo y los pactos —como si los fuesen a desvelar, caso de que lo supieran—, la sombra retrospectiva de Franco y la habitual secuencia de interrupciones y numeritos de pretendido impacto favorecidos por la heterogeneidad del formato. Sin profundidad, sin enjundia, puro vuelo gallináceo. El retrato de la actual política española, deshabitada de responsabilidad de Estado y de cualificación para el liderazgo. La sola evidencia de que Sánchez era el único con mínima experiencia de gestión — ¡y con qué resultados!— provocaba en cualquier espectador consciente un escalofrío de pánico.

El presidente estuvo casi ausente, tímido, muy incómodo con el tema catalán, envuelto en una pose de comedimiento postizo, cínico para proponerse como solución de un problema que ha creado él mismo. Estas confrontaciones no le van porque revelan su carencia de rigor discursivo. Rivera tiene una dificultad para convencer: dice cosas sensatas, irreprochables en su buen sentido, pero se confunde de enemigo y acaba pareciendo el primer indeciso. Abascal es un populista de derechas, con aire enérgico y fórmulas de arbitrismo expeditivo, pero lejos de los mítines y las banderas se le ve desarropado, fuera de sitio. Creció al atacar la memoria histórica, su mejor momento, pero está pez en economía y se agarra a la teoría de la conspiración internacional de la masonería y el globalismo. Iglesias se trabajó el perfil proteccionista en busca del voto desfavorecido y volvió a llamar, casi con desesperación, a la puerta de un Sánchez que sigue desdeñando su auxilio. Sabe a quién dirigirse, pero si no entra esta vez en el Gobierno perderá la última baza que lo sostiene al frente de su partido; está ya pesado con su versión perifrástica del “qué hay de lo mío”. Casado, siendo el más joven, parecía el único adulto de los cinco, al menos el más pragmático y constructivo, pero quizá le faltó contundencia para estimular al votante fugado del marianismo. A todos se les echó la madrugada sin propuestas sólidas; les falta solvencia, oficio, cuajo, trapío. Oyéndolos, habría que actualizar la célebre frase de Hayek: populistas de todos los partidos.

Es probable, con todo, que algunos lograsen persuadir a un número significativo de votantes inciertos, pero eso sólo demuestra el ínfimo rasero que este país exige a sus élites de Gobierno. Y que hay muchos ciudadanos que votan con la misma superficial ligereza con que otorgan likes en Facebook.

Ignacio Camacho.

Articulista de Opinión.