EDITORIAL...

EDITORIAL
Un Gobierno agotado.

Que haya o no crisis de gobierno es en buena medida irrelevante, porque hay un problema de fondo, y es el proyecto político personalista y partidista que dirige Pedro Sánchez.

Editorial ABC.

Actualizado: 27/06/2021 03:20h.

Desde el revés infligido al PSOE por el PP en las elecciones autonómicas de Madrid, la posibilidad de una crisis de gobierno es una sombra que acompaña a determinados ministros de Pedro Sánchez. Puede que la expectativa de entradas y salidas en el Consejo de Ministros no sea más que uno más de los globos sonda que lanza el gabinete dirigido por Iván Redondo. Nada hace más obediente a un ministro que el temor a un cese. Políticamente España necesita no una crisis de gobierno, sino un cambio de gobierno, pero la condición previa es que Pedro Sánchez dimita y convoque elecciones. Si aplicara un criterio ético a su responsabilidad política, Sánchez tiene muchos motivos para dar por terminada la legislatura. La derrota en Madrid, la fuga de Pablo Iglesias, los indultos a los sediciosos, la gestión de la pandemia, los ridículos diplomáticos, el caos en Interior, las improvisaciones económicas y el descrédito del propio jefe del Ejecutivo son razones que a cualquier gobernante medianamente sensato llevarían a dar la palabra a los ciudadanos. No es el caso de Pedro Sánchez.

Que haya o no crisis de gobierno es, en buena medida, irrelevante, porque hay un problema de fondo, y es el proyecto político personalista y partidista que dirige Sánchez. No es un proyecto para España, es un proyecto para él y su afán de poder. Pero, incluso desde esta óptica egocéntrica, el presidente del Gobierno debería considerar la situación en la que se encuentran determinados ministros. Ya no le sirven de cortafuegos frente a las críticas, porque están literalmente liquidados. Una crisis de gobierno puede servir para relanzar un programa político, para remontar una situación especialmente adversa, o para ganar la confianza de los ciudadanos. En el caso de Sánchez, su problema es la incompetencia acreditada por varios de sus ministros, también coherente con el nivel mediocre de un equipo que nació de la mano de una coalición que está muerta.

Bastaría con señalar a la ministra de Asuntos Exteriores, Arantxa González Laya, o al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, o al de Justicia, Juan Carlos Campo, para que incluso Sánchez aceptara la necesidad de cambios en su equipo. La crisis de Ceuta, las ofensas de Rabat y el patético paseo con Biden son suficientes para marcar el punto final de un servidor público, aunque solo sea por dignidad del propio ministro, en este caso ministra. Grande-Marlaska es un ejemplo enciclopédico de prestigio malversado. Hacía décadas que el departamento de Interior, normalmente receptor de una predisposición favorable de los ciudadanos, no estaba tan identificado con políticas torpes -el cese de Pérez de los Cobos- y antidemocráticas -control en redes y ‘patada en la puerta’- como las que se reflejan en quien hoy es triste recuerdo de quien fue un gran juez. El fracaso en las renovaciones del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional lastran a Juan Carlos Campo, quien se la juega con sus floreadas propuestas de indulto a una banda de golpistas cuya impunidad es de «utilidad pública». No son los únicos que están en el ‘debe’ del Gobierno, pero sí son de los que han concentrado méritos muy graves para un descarte ministerial.

Es cierto que el Gobierno merece una crisis porque no hay país que soporte tanta ineptitud política y torpeza de gestión concentrada en tan pocas manos. A falta de urnas para que el ciudadano juzgue a Sánchez, unos cuantos cambios en el Gobierno al menos permitirían una cierta novedad, eso sí, sin un día de margen, porque Sánchez los ha gastado todos.