De Julias Quirós.
Pedro Sánchez disfrutó de un minuto de oro el miércoles, cuando se burló de Núñez Feijóo por sus escasas posibilidades de investidura, tapando otro minuto infausto, donde anunciaba que pretende levantar un muro contra la mitad de los españoles. Ambos momentos definen la fibra moral del líder socialista. Resulta monstruoso ver cómo un presidente del Gobierno pierde las formas de manera calculada y se descojona de su adversario (sí, esa actitud malsonante de descojonarse) con varias interjecciones a cual más chusca –«jajaja, esta es muy buena, jajaja»– para no decir nada, salvo hacernos recordar al chungo perdonavidas del colegio que acosaba al alumno aplicado. Un gallito en el recreo del Congreso, que emparenta con los estilos de Chávez, Trump y López Obrador y al que no sirve contestarle con educación y civismo, sino con las únicas reglas que respeta un fanfarrón: «Me gusta la fruta», le respondió Ayuso cuando fue interpelada desde la tribuna, y lo repitió, «sí, cuando me insultan, me gusta la fruta». Y oye ahí se achantó el retador. Ni un tuit, ni una réplica, nada. Exactamente lo que tantas veces vivimos en nuestros tiempos escolares.
Sánchez ha ganado, otra vez se ha salido con la suya. Su victoria es legal y hasta legítima, siempre que queden claras las circunstancias de esa legitimidad. Es el primer presidente democrático que anuncia que no va a gobernar para todos, que no asume la alternancia política, porque medio país es sencillamente inaceptable, que hay españoles buenos y españoles malos y en eso justifica un gobierno radical de izquierdas asociado al independentismo, la extravagancia que España aporta al marco europeo. Para seguir en el poder, Sánchez se ha inventado la ficción del peligro de una ultraderecha inexistente, irrelevante, de hecho España es el país de la UE donde menos arraigo tiene la ultraderecha, y para evitar ese riesgo potencial ha reforzado su mayoría política con la franquicia del comunismo bolivariano y con los separatistas vascos y catalanes, lo que de facto sepulta el pacto de la Transición.
Los acuerdos del PSOE con Sumar multiplican las capas de población subvencionada e intervienen la economía productiva. Las grandes compañías españolas procuran guardar el llamado silencio de los corderos. Salvo alguna notable excepción como los valencianos Juan Roig y Vicente Bolud.
Pedro Sánchez disfrutó de un minuto de oro el miércoles, cuando se burló de Núñez Feijóo por sus escasas posibilidades de investidura, tapando otro minuto infausto, donde anunciaba que pretende levantar un muro contra la mitad de los españoles. Ambos momentos definen la fibra moral del líder socialista. Resulta monstruoso ver cómo un presidente del Gobierno pierde las formas de manera calculada y se descojona de su adversario (sí, esa actitud malsonante de descojonarse) con varias interjecciones a cual más chusca –«jajaja, esta es muy buena, jajaja»– para no decir nada, salvo hacernos recordar al chungo perdonavidas del colegio que acosaba al alumno aplicado. Un gallito en el recreo del Congreso, que emparenta con los estilos de Chávez, Trump y López Obrador y al que no sirve contestarle con educación y civismo, sino con las únicas reglas que respeta un fanfarrón: «Me gusta la fruta», le respondió Ayuso cuando fue interpelada desde la tribuna, y lo repitió, «sí, cuando me insultan, me gusta la fruta». Y oye ahí se achantó el retador. Ni un tuit, ni una réplica, nada. Exactamente lo que tantas veces vivimos en nuestros tiempos escolares.
Sánchez ha ganado, otra vez se ha salido con la suya. Su victoria es legal y hasta legítima, siempre que queden claras las circunstancias de esa legitimidad. Es el primer presidente democrático que anuncia que no va a gobernar para todos, que no asume la alternancia política, porque medio país es sencillamente inaceptable, que hay españoles buenos y españoles malos y en eso justifica un gobierno radical de izquierdas asociado al independentismo, la extravagancia que España aporta al marco europeo. Para seguir en el poder, Sánchez se ha inventado la ficción del peligro de una ultraderecha inexistente, irrelevante, de hecho España es el país de la UE donde menos arraigo tiene la ultraderecha, y para evitar ese riesgo potencial ha reforzado su mayoría política con la franquicia del comunismo bolivariano y con los separatistas vascos y catalanes, lo que de facto sepulta el pacto de la Transición.
Los acuerdos del PSOE con Sumar multiplican las capas de población subvencionada e intervienen la economía productiva. Las grandes compañías españolas procuran guardar el llamado silencio de los corderos. Salvo alguna notable excepción como los valencianos Juan Roig y Vicente Bolud.