Empieza a despuntar el día sobre la dehesa de san Román,...

Empieza a despuntar el día sobre la dehesa de san Román, apenas las ocho de la mañana, los rayos de sol enzarzados en una lucha con la intensa niebla que produce el valle del Zujar, a mi paso, voy viendo multitud de arcoíris que se forman de la batalla entre el sol y la humedad. Por unos momentos, intento declinarme entre las tardes de sol del verano o estas sombrías mañanas de otoño. Me digo” emigraron a otras tierras, como emigran las aves, cruzando mares, montañas y ríos... son los meses de alegrar a otras gentes. Ahora hay que disfrutar de nuevas sensaciones, de nuevos aromas, de una nueva paz. Es la época del fruto maduro, de la hoja amarillenta en el suelo, de la bellota y de la nube gris. Es tiempo de olor a tierra húmeda, el tiempo de recrear la vista en esos inmensos verdes, como si una alfombra cubriera esta tierra.

La lluvia que moderadamente cae estos días, extiende su manto sobre el cuerpo terrenal y, abrigándose en el frío, recordamos los calores pasados. Es el momento de trabajar la lana cortada con esmero, el momento en que se regeneran los campos abandonados. Son días de nostalgia, de frío y de agua; Es la estación donde enmudece ese canto del pájaro que emigra, de la dormidera terrenal. Es el instante del recuerdo de aquella sonrisa como cartel luminoso, del vaho que se adhiere a los cristales, del fuego en el hogar.

Mientras parto la leña, respiro el helado aire de la sierra y, ya de regreso, por el camino de cabras y pastores, encuentro entre muchas encina, un castaño solitario. Hago un alto en mi tránsito para contemplarlo maravillado; noto al pisar sobre el ocre suelo su fruto diminuto de color cobrizo y piel suave, y queriendo o sin querer, me echo un puñado en los bolsillos.
Ya casi ha desaparecido la niebla, ahora el horizonte se agranda y hasta parece que la soledad es mas intensa y allá en la lejanía, veo a unos cipreses que acompañan al campo santo, bien parecen los dedos de Dios, que se erigen entre la niebla como señores de la eternidad.
Y se oyen las campana del convento, y un murmullo de los cantos de los monjes, muy cerquita, muy cerquita de Yuste.
Se agradece el calorcito al entrar en el hogar. Me arrodillo, ceremonioso, para comenzar el ritual: astillas, troncos y piñas, se apilan de manera cuidada y, con un leve chasquido de una cerilla, prende el fuego. Dibuja formas juguetonas, traza nubes rojizas y destellos amarillos; muy despacio, un olor que va con las paredes de la casa que me vio crecer, se reaviva, al tiempo en que esparzo por la lumbre, unas cuantas de bellotas y castañas.