La historia de "Al Alba", la canción que Aute dedicó a los últimos ejecutados por el franquismo (1/2)

Si la obra de Luis Eduardo Aute debiera ser definida a en una sola canción, pocas reflejarfían mejor su espíritu artístico y político, amén de su relevancia en la cultura popular hispanohablante, que 'Al Alba'. Compuesta originalmente en 1975 para Rosa León, Aute la reinterpretó y regrabó en 1978 para su disco Albanta, acaso el más celebrado, y hoy, en el día en el que ha pasado a mejor vida, es la pieza que más brilla en su extenso repertorio musical. La canción que le resume.

La de Aute y 'Al Alba' es, además, la historia de una canción que se inserta de forma magnífica en el complejo contexto político y social de finales de los setenta. No sólo como relato personal de la propia personalidad compositiva de Aute, sino también como reflejo de las tensiones, la incertidumbre y la censura que atravesaban el corazón de España en las postrimerías de la dictadura franquista. Pese a que 'Al Alba', en apariencia, sólo sea una balada de amor.

Originalmente, eso sí, no iba destinada al propio Aute. Al igual que otros compositores de la época, Aute pensó en 'Al Alba' como en una canción para Rosa León, incluida en su LP de 1975. Tardaría tres años en volver a apropiarse de ella, ya en Albanta y modificada bajo la batuta a la producción de Teddy Bautista, cuyas ideas perfilarían ese disco de aspecto raro pero sin duda espléndido de Albanta, un disco donde Aute se acercaría a la cima de su producción musical.

Cuando León interpretó 'Al Alba', por su parte, lo hizo con una clara tonalidad política. O al menos eso se interpretaba de una música cuyas simpatías por la izquierda española eran conocidas, en una época en la que el deshielo franquista cualquier gesto público podía tener una significación ideológica. La melodía compuesta por Aute y una letra preñada de un profundo significado metafórico condujeron a una lectura inevitable: 'Al Alba' era un canto a los últimos fusilados por el franquismo.

Los últimos días de una dictadura
A la altura de 1975 España se encaminaba a poner punto y final a la alargada sombra de Franco. 39 años después del golpe de estado que había acabado con la Segunda República y quemadas todas las fases que definirían históricamente a la dictadura, los gobernantes franquistas, intranquilos ante la precaria salud del dictador, la previsible incertidumbre ante su deceso y las crecientes presiones internacionales para con su actitud represiva, aplicaron la pena de muerte a varios condenados por terrorismo en Burgos y Barcelona.

Sería la última vez que alguien sería fusilado en España.

Al igual que en el resto del continente, a finales de los setenta España contaba con diversos grupos terroristas activos. La situación tenía connotaciones distintas dentro de un estado dictatorial donde las medidas represivas del régimen, pese a haberse relajado desde los terribles años cuarenta y cincuenta, estaban a la orden del día. ETA por un lado y el FRAP por otro eran dos de los grupos más destacados, y causaron numerosas víctimas y quebraderos de cabeza a las autoridades.

Para el franquismo la represión era la respuesta lógica. Ante una situación de amenaza evidente por parte de un grupo terrorista cada vez más y mejor organizado, capaz de reflejar las debilidades estructurales de la dictadura, las autoridades necesitaban enviar un mensaje a la población: aún somos fuertes, aún tenemos la situación controlada. Cualquier acto violento contra las fuerzas del orden, cualquier forma de ataque será castigado del modo más duro posible.

El contexto contribuía a explicar la reacción de la dictadura, cuyo nivel de represión había descendido progresivamente con el paso de las décadas y el fin de las amenazas internas, pero cuyas maneras brutales y violentas nunca habían desaparecido del todo de las calles, especialmente cuando, en los setenta y al albur de una nueva generación de españoles criados y nacidos durante la dictadura, las protestas callejeras, los movimientos estudiantiles y la movilización sindical y política cotizaban al alza, para disgusto del régimen.

El fin de Franco auguraba tiempos inciertos para el régimen.

El clima internacional era delicado: cuando muriera el dictador, que durante décadas había servido de freno al comunismo en el contexto de la Guerra Fría y de aliado incómodo pero necesario para los gobiernos occidentales, la dictadura podía vernirse abajo. Los propios procuradores franquistas eran conscientes de que mantener impertérrita la dictadura sería una tarea complicada. Tanto los grupos opositores como la población anhelaban un cambio y un giro hacia la democracia. Pero aún con Franco en la cama, las autoridades se resistían a aceptar su destino.

Los últimas fusilamientos del franquismo se explican precisamente en un contexto de debilidad, el último arrebato de furia de un movimiento, el régimen, que estaba destinado a desaparecer (aunque gran parte de sus protagonistas pervivirían dentro de la democracia).