Las grullas....

Las grullas.
Venid todos y juntaros cerca de mi, que os voy a contae una historia tal cual me la contaron a mí. Esta historia la escribió mi buen amigo Jose Antonio Rodriguez y siendo yo un zagal, la escuche unas cuantas vecess, y cada uno le ponía su guinda, su maña y su destreza para asustar a la peña, pero como el Tio Leandro no había nadie, el le daba un toque especial, haciendo callar la algarabía de los muchachos.
En estos primeros días de noviembre, a la espera de la llegada de las grullas, me han venido a la memoria algunos recuerdos de antaño, de allá cuando las noches se apagaban a la par que las brasas de la chimenea, las más de las veces entre susurros de vientos y silencios de escarcha.

Una de aquellas noches se había acercado hasta el cortijo el vecino de Nogueras, tío Leandro. Éste, de oficio pastor, era un hombre charlatán y dicharachero como pocos, pero también embustero como él solo. No se sabía nunca si lo que contaba era verdad o mentira, pues tanto lo uno como lo otro lo hacía con total naturalidad; mentía hasta en lo más insignificante, pero lo hacía sólo con la intención de entretener, no con la de engañar. En cualquier caso, tal era su afición al susodicho asunto que es muy posible que hasta el mismo creyese sus embustes.

Pero a los muchachos nos daba igual. El tío Leandro nos entretenía con sus extrañas historias que de la risa nos llevaban al miedo;; entonces cuando ya sabía que nos tenía atrapados en sus redes, bajaba la voz hasta el susurro, como si alguien que no debiera, nos pudiera estar escuchando. Y en esos momentos del relato aparecía, según el caso, todo un repertorio de infames malvados que tenía la insana costumbre de tomar a la chiquillería como objetivo de sus fechorías.

Aquel mismo día, por la mañana, habían hecho su aparición las grullas. Bien temprano, poco después del alba, la primera escuadra con formación en “uve” había surcado el cielo soplando en sus trompetas el consabido “kru-kru-kru”.

“Buen tiempo para el pastor”. Todo campesino sabía que la llegada de las grullas anunciaba el buen tiempo que en el campo siempre es el que tiene que hacer en su tiempo, calor cuando tocara, y agua y frío lo mismo.

Tío Leandro nos contó que las grullas cuando llegaba la oscurecida se trocaban rojas, de la cabeza a las patas, y que andaban toda la noche soñando despiertas, penando las culpas de las almas que no encontraban descanso después de la muerte. Y que por eso, durante el día, soplaban fuertemente, como las trompetas, el cantar del “kru-kru-kru”, para olvidarse del sueño de la noche. Y que todos los pájaros sabían del sufrimiento de las grullas, como también sabían que cuando la urraca “jurrea” hay cerca una raposa, o que la abubilla anuncia con su insinuante “bu-bu” que hay tranquilidad en el campo.

Nos decía que los pájaros tenían su lengua, que hablaban unos con otros como los hombres, pero que las grullas sólo podían contar las penas de las almas errantes, los sueños de cuando se volvían rojas por la noche, cargando sobre sus conciencias los horrores de los penantes.

Aquella noche no pegué ojo, ni tampoco la siguiente. El poco tiempo que lo hacía, soñaba con las grullas que se volvían rojas a la oscurecida cuando las posesionaban las almas en pena, sin que nada pudieran hacer, noche tras noche, y quizás hasta el final de los tiempos.

A la tarde siguiente me acerqué al pantanal.. No encontré en las grullas nada que no hubiera visto antes; eran como siempre,, por lo que pensé que el tío Leandro nos había colocado otra trola para amedrentarnos. Pero los pocos años son mala conseja para renunciar a la fantasía y en ellas andaba cuando vinieron las primeras sombras.
Entonces me armé de un valor que no tenía, y sin pensar en las consecuencias decidí esperar a la noche. Pero por si acaso esta vez tío Leandro hubiera dicho la verdad, busqué un buen escondrijo, la encina más alta del paraje, por aquello de poner tierra, mejor dicho aire, de por medio; me costó díos y ayuda, pero la pericia adquirida en la cata de nidos de rabilargos bastó para que pudiera encaramarme en lo más alto.
No tuve que esperar mucho. Cuando la luz se fue tras el viso, unas sombras salieron de entre las breñas camino del encinar donde yo me había refugiado. ¡Díos mío! El tío Leandro por una vez en su vida había dicho la verdad ¡Y tenía que ser ésta! Las grullas bermejas estaban allí, pero ya no eran ni rojas ni grullas, sólo sombras fantasmales de almas en pena.

El pánico se apoderó de mí e hizo presa en mi dentadura que se fue por su cuenta tableteando más que una cigüeña en celo. Instintivamente empecé a rezar a todo el santoral para que aquello simplemente fuera una pesadilla, y caso contrario que las parramantas pasaran de largo sin fijarse en el mochuelo de la encina.
Pero de nada valieron rezos y las grullas rojas llegaron hasta las encinas a las que vareaban con sus largas patas para luego picotear las bellotas que caían de su copa.“De la afición por las bellotas nocturnas de las almas en pena nada dijo el tío Leandro”- pensé-. Pero a la vista estaba, el trabajo lo llevaban a destajo, como si no hubiera día para tal oficio.

Una de las grullas se acercó hasta mi escondite, entonces mis dientes aceleraron aún más su ya molesto resonar y para que no me delataran, de un bocado los clavé en la rama donde me sujetaba y así me quedé como un cáncamo hasta que sonó un silbido y todas las grullas se marcharon como habían venido, sin hacer ruido. ¡Ya lo harían con sus flautas por la mañana!

Cuando me aseguré que no había sombra alguna desenganché los dientes y al soltar el amarre que me sujetaba al árbol, atenazado como estaba, más por el miedo que por el frío, caí como un fardo, y suerte tuve que no me rompí unos cuantos huesos.
Apenas me levanté, escuché unos ladridos y unas voces lejanas. Entonces caí en la cuenta ¡Me estaban buscando! No alargo más explicaciones, pero dormí más caliente de lo habitual, y eso que no me arrimaron más manta que la de siempre.

Esa noche no sé si dormí soñando o soñé despierto. Soñé con el sueño de las grullas rojas que se metamorfoseaban en almas errantes, condenadas a vagar hasta que penaran su culpa. Pero en mis sueños estas grullas tenían rostros y los conocía, era gente de mi pueblo. Nunca hablé con nadie de lo que había visto y soñado, ni siquiera cuando supe, ya pasados los años, que el hambre obligó a muchos a robar bellotas.
No sé lo que pasó aquella noche, pero para mí siempre será el sueño de las grullas rojas lo que viví en el encinar. Grullas cargando con penas ajenas, soñando toda la noche los crímenes de otros y por ello cuando llega el día, hacen resonar sus flautas para olvidar la noche.