CUENTOS DE CALLEJA (Continuación de La Tía Miseria...

CUENTOS DE CALLEJA (Continuación de La Tía Miseria

— Concédame usted algunos minutos para arreglarme un poco.

Consintió la Muerte; pero mientras se acicalaba la buena vieja, fijó su mirada en el peral, y se le ocurrió una idea que le hizo sonreír. Saliendo hasta la puerta de la choza:

— Buen hombre, hágame usted un favor— le dijo.— Trepe usted al peral y cójame las tres peras que quedan para que me las vaya comiendo por el camino.

— Con mucho gusto— dijo la Muerte. Y trepó al árbol. Pero su asombro fue grande cuando, después de haber cogido las tres peras, vió que le era de todo punto imposible bajar del peral.

— ¡Miseria! — gritó — ayúdame. Este maldito árbol está embrujado.

Acudió la vieja a la puerta, y vió los grandes esfuerzos que hacía la Muerte con sus brazos y sus piernas para librarse de las ramas que la enlazaban y la oprimían, como si un poder oculto las m oviese.

Miseria comenzó a reir y dijo:

— No me corre gran prisa dejar esta vida hasta que Dios lo decrete. Quédate ahí, que tienes para tiempo. De esta hecha, el género humano va a deberme el mayor de los beneficios.

Y cerró la puerta, dejando a la Muerte colgada del peral.

Pasó el tiempo, y como la Muerte no desempeñaba sus funciones, causó mucho asombro ver que nadie se moría en las poblaciones de la comarca.

El asombro fue grande al mes siguiente, sobre todo cuando se supo que otro tanto pasaba, no sólo en la provincia, sino en todo el mundo. Nadie había oído hablar de cosa semejante, y cuando vino de nuevo el otro año, se supo que nadie había muerto en ningún país del mundo.

Los enfermos se habían curado sin que los médicos supiesen cómo ni por qué, a pesar de lo cual se vanagloriaban de haberles salvado la vida. Pasó otro año, y al final de él, los hombres se felicitaban por haber llegado a ser inmortales. Con este motivo hubo grandes festejos en todas partes, y no teniendo miedo de morir, ni de indigestión, ni de gota, ni de apoplejía, comieron y bebieron hasta dejárselo de sobra.

Durante los veinte, treinta y noventa primeros años, todo fue bien; pero al cabo de este tiempo, no era raro ver ancianos llenos de achaques, perdida la memoria, ciegos, sordos, sin paladar, sin tacto, sin olfato, insensibles a todo goce, que comenzaban a pensar que la inmortalidad del cuerpo, según la actual vida, no era un beneficio, como algunos han creído erróneamente.

Hubo necesidad de reunir a todos los ancianos en inmensos hospicios, en los que cada nueva generación no tenía más remedio que ocuparse en cuidar a las precedentes, que no podían librarse de la vida.

Con reyes achacosos, los gobiernos se debilitaron, las leyes cayeron en desuso, y los inmortales, seguros de no ir al infierno, se entregaron a todo genero de crímenes. Saqueaban, robaban, incendiaban; pero ¡ay! lo único que no podían hacer era asesinar. Como los animales tampoco morían, se pobló de tal modo la tierra, que no bastaban sus productos a nutrir a sus pobladores; de aquí resultó un hambre terrible, y los humanos andaban errantes, desnudos por los campos, porque ya las habitaciones no eran bastantes para todos, y no poder morirse constituía la mayor de las crueldades.

Acostumbrados la Miseria y Cutuche a sufrir, y habiéndose quedado sordos y ciegos, no podían formarse la menor idea de lo que pasaba en el mundo.

Los hombres buscaban la muerte con más empeño que antes habían tenido para huir de ella. Recurrieron a los venenos y a las armas más mortíferas; pero unos y otras no hacían más que estropearlos sin destruirlos. Se hicieron unos pueblos a otros guerras formidables para destruirse mutuamente, pero los combatientes no lograban matar a un solo hombre.

Se convocó un Congreso, al que acudieron todos los médicos del mundo.

Allí buscaron un remedio contra la vida; se ofreció un gran premio de 100.000 trancos al que encontrase la receta de la muerte, pero todo fue en vano.

Por aquel tiempo había un médico muy sabio, llamado Sinescrúpulos. Era un hombre excelente, que en los buenos tiempos había enviado mucha gente al cementerio, y estaba desesperado con aquel insufrible estado de cosas.

Una noche, al volver a su casa después de haber comido con el alcalde de la población en que vivía, se perdió en el camino, y casualmente llegó a pasar cerca de la choza de la Miseria, sorprendiéndose al oir una voz que decía:

— ¿Quién librará a la tierra de la inmortalidad, cien veces peor que la peste?

El doctor alzó los ojos, y su alegría fue grande al reconocer a la Muerte.

— ¿Usted por aquí, mi antiguo amigo?— le dijo.— ¿Se divierte usted en ese árbol?

— Estar aquí me desespera — respondió la Muerte.

El doctor le tendió la mano, y la Muerte hizo un esfuerzo tan grande, que suspendió al doctor, y el árbol le enlazó con sus ramas, dejándolo aprisionado. Cuantos esfuerzos hizo fueron inútiles: tuvo que resignarse a vivir en compañía de la Muerte.

Grande fue el asombro de sus convecinos, y en todos los periódicos se anunció su desaparición, ¡Tiempo perdido!

Sus parientes recorrieron la comarca y registraron todos los rincones, hasta llegar cerca de la choza de la Miseria.

Al verlos el doctor, agitó sus brazos pidiendo auxilio.

— ¡Por aquí, por aquí!— gritaba.— Aquí tengo a la Muerte. Está en mi poder, pero nos es im posible bajar de este árbol.

Los primeros tendieron la mano a la Muerte y al doctor; pero del mismo modo que este, fueron suspendidos.

Acudían hombres, se colgaban de los que estaban suspendidos; crecía el árbol y quedaban suspendidos a su vez.

Pendían ya de las ramas millares de seres humanos, y algunos de los últimos que llegaron, dispusieron echar abajo el peral; pero era invulnerable a los hachazos. Tanto ruido hacía aquella gente, que la Miseria, a pesar de su sordera, se enteró de lo que pasaba.

— Únicamente yo — dijo— puedo librar a esa gente de su cautiverio, y consentiré en ello con tal de que no venga a buscarnos ni a mí ni a mi perro hasta que yo la llame.

— Aceptado— dijo la Muerte. — Yo procuraré obtener el correspondiente permiso de quien todo lo puede.

— ¡Entonces, bajad, lo permito!— gritó la Miseria.

Y la Muerte, el doctor y los innumerables prisioneros que estaban a su lado, cayeron del árbol, como si fueran peras maduras.

Puso manos la Muerte a la obra, y después de despachar a los que tenían más prisa, viendo que tenía más trabajo del que ella sola podía desempeñar, formó un ejército de médicos, nombrando general en jefe al doctor Sinescrúpulos.

Algunos meses bastaron a la Muerte y a sus auxiliares para librar a la tierra del exceso de seres vivientes, y todas las cosas volvieron al estado que antes tenían. La humanidad recuperó el derecho de morir, excepción de la Miseria, que todavía no ha llamado a la Muerte; razón por la cual la Miseria anda y andará siempre por el mundo.

Extraído de "El viejo hechicero" Cuentos de Calleja, 1900