Gabriel y Galán, La Poesía

Gabriel y Galán

Las Sementeras

I

Con el relente que le da tempero

la madrugada roció la tierra.

Se siente frío en la besana húmeda;

el terruño está solo. Ya alborea.

Lo dice, levantándose del surco,

la alondra mañanera;

que desgrana en el aire el de sus trinos,

hilo copioso de sonantes perlas.

Ya sale el sol de las mañanas tibias,

ya sale el sol de las mañanas buenas,

sol de salud, incubador de gérmenes,

sol de la sementera.

No tiene más testigos y cantares

que yo y la alondra, en la besana escueta,

ni más espejos que el regato limpio

y el rocío en las puntas de la hierba.

Viene triunfante, coronado de oro;

radiante viene levantando nieblas

y evaporando el matinal relente

que parece el aliento de la tierra.

Ya llegan mis gañanes con las yuntas

canturreando la canción primera,

que les arranca el equilibrio plácido

del bien venir de la mañana buena.

Rayando los timones el camino,

y en alto la mancera,

vienen los bueyes, con la cruz que forman

el yugo y el arado, en la cabeza.

Ya escucho golpes secos

de mazos y de azuelas,

silbidos cariñosos,

nombres de bueyes que en besana entran,

y uno que suena compasado ruido,

como de riego de menudas perlas,

al desplegarse el abanico de oro

de la simiente que los mozos riegan.

Estoy en el repecho

presidiendo mi hermosa sementera.

Todo lo escucho con avaro oído:

el blando hundirse de las anchas rejas;

el suave rodar hacia los lodos

de la mullida tierra;

el alentar pujante de los bueyes,

de cuyos bezos charolados cuelgan

tenues hilos de baba transparente

que el manso andar no quiebra;

aquel pausado y firme

posar de sus pezuñas gigantescas;,

el crujir dormilón de las coyundas

que el yugo pulimentan;

un aliento de brisa tan suave

que apenas se menea,

un hondo y general rumor de vida

y un mido sordo de pujante brega.

Y tal como si el alma del terruño

viniese toda condensada en ella,

la tonada de arar surge solemne,

la tonada de arar al alma llega,

cantando cosas dulces;

diciendo cosas buenas.

Sus mansas recaídas

parece que remedan

la suavidad de las laderas dulces

de la ondulante castellana tierra,

o el tranquilo vaivén de los pensares

que el mar ondulan de las almas serias.

Y a mí también me hablan

sus lánguidas cadencias

del bien gozar los apacibles goces,

del bien llorar las bendecidas penas,

del buen amor de la mujer fecunda,

del bien sentir la paternal querencia,

y de un vivir sereno,

fuerte y seguro como aquel que llevan,

paso de hierro sobre tierra blanda,

los mansos bueyes de gigantes fuerzas.

II

Cruzan el cielo nubecillas tenues

que parecen blanquísimas guedejas

cortadas del vellón inmaculado

que dieron en abril las corderuelas.

El sol, baña el terruño;

se ve crecer la hierba.

y huele a tierra húmeda

cargada de promesas.

¡Qué dulce es presidir desde el repecho

su propia sementera,

si el cielo es transparente, fresco el aire,

húmeda y fértil la esponjada tierra,

el sol templado, la simiente sana,

robustas las parejas,

alegres los gañanes,

la tonada de arar sentida y lenta,

sabroso el pan de casa,

y el agua del regato limpia y fresca!

La mente embebecida

se carga entonces de memorias bellas;

del lado del hogar me vienen todas,

que el hogar es el cielo de la tierra;

la paz de mi vivir me las regala

y en paz el corazón las paladea.

¡Aquella del hogar sí que es hermosa!

¡Aquella si que es santa sementera!

También yo la presido,

también Dios la bendice y la gobierna.

Dios encendió en el cielo de la vida

el sol de los amores para ella,

para que al fuego santo

las almas y las sangres se fundieran;

Dios le da noches de fecundas horas

y luengos días de apacibles treguas...

¡Horas sin luz que velen sus misterios!

¡Y horas de sol que sus entrañas templan!

¡Señor; que das la vida!

Dame, salud, y amor, y sol, y tierra,

y yo te pagaré con campos ricos

en ambas sementeras.

José María Gabriel y Galán