HISTORIAS CRUZADAS, Literatura

HISTORIAS CRUZADAS

A LA ABUELA JUANA

¡Qué tormentas! Han pasado años ya desde que no veía unos relámpagos así, como con los que nos obsequiaron Zeus, Tlaloc, Indra, Tien-Mu, o quien ustedes prefieran.
Diríase que el cielo se rompía y la tierra se resquebrajaba, o que las montañas de enfrente se moviesen y chocasen unas rocas con otras.
Estuvo todo el día igual de revuelto, que diría mi abuela, hasta próxima la media noche. En las horas que mediaron desde el crepúsculo hasta que cesaron las tormentas, cada vez que las serpenteantes estelas cruzaban la oscuridad, se iluminaba todo el paisaje que se llega a vislumbrar desde aquí.
Hubo momentos en que a lo lejos, sobre las montañas que quedan a nuestra izquierda, sobre la Alcarria Alta, se formaban marañas de rayos cual redes o mallas de barreras electrificadas que hubiesen capturado descomunales aves.
El espejo que formaba el pantano devolvía las ráfagas, de modo que pareciese que la tierra se abría escupiendo las llamas del averno.
Los árboles eran zarandeados violentamente, ya que los vientos no soplaban en una única dirección. Cada vez que eran iluminados intermitentemente por los rayos, se les veía inclinados para cualquier lado, al igual que los destellos de una discoteca toman a los danzantes en distinta posición, a cada parpadeo rápido del flash.
Aunque tormentas, tormentas…, las de antes, como dicen los mayores, entre los que me encuentro ya. Podría asegurarlo así, aunque eso quizás sea motivado por la experiencia de haberlas sufrido sobre mí, con unos cuantos años menos encima, con bastantes menos diría yo, y el hecho de que de pequeño, ciertas cosas las ves o las aprecias mayores, más grandes y desproporcionadas.
Recuerdo especialmente varias y algunas sufridas de noche.
Durante una de ellas, iba conduciendo mi coche por carretera, con árboles tronchados por el viento, atravesados sobre el asfalto y caídos poco antes de llegar a ese punto. Nos movíamos bajo gran aparato eléctrico, oyendo el estruendo de los fuertes truenos a nuestro alrededor y cayendo el aguacero en aluviones sobre el cristal, siendo incapaces las escobillas de los limpiaparabrisas de dar abasto en desalojar el agua, dificultando por tanto la visibilidad. Conducía despacio y con precaución, ya que hubiera sido peor detenerse en la carretera. Gracias a ello pude frenar y no colisionar con el primer tronco caído.
Contaba yo trece años cuando tenía que atravesar un arroyo, -el puente se lo llevaban las aguas desbordadas- para adentrarme en una extensa arboleda, por la que serpenteaba el camino que conducía a un monte de pinos piñoneros y encinas. Bien adentrado en él, se encontraba la granja a la cual yo me llegaba para recoger 60 docenas de huevos, las cuales metía en sendos cartones y en dos cajones de madera, transportando todo sobre un remolque de mano.
Esto lo realicé durante varios años y dos veces por semana, aunque alguna caían tres viajes. Lo tenía que hacer de noche, cuando se cerraba la tienda a las nueve, y ya fuese con bueno, como con mal tiempo.
Buenas tormentas me sobrevenían en el camino, llevándolas sobre mí, acompañándome en el trayecto y buenas trombas de agua me descargaban, calándome hasta la camiseta.
Gracias a la luz de los relámpagos, -siempre hay alguien o algo al que dar gracias- podía evitar algunos charcos, aunque entre rayo y rayo me enfangaba en otros. Y gracias al resplandor de aquellos restallidos de tralla, en ocasiones podía vislumbrar las piedras por donde cruzar el arroyo.
Llegaba a casa pasadas las 11 de la noche, la mayoría de los días del viajecito, acompañado de la tormenta, o de otra de similares características, abriéndome paso por entre las cortinas de agua que entorpecían la marcha hacia mi casa, por la vereda de las columnas, junto a las vías del ferrocarril.
Me iba a cambiar de ropas y encontraba a la abuela Juana, -la única que conocía, ya que la abuela Tomasa me conoció a mí, pero yo a ella no tuve el placer- en lo más recóndito de la casa, en su habitación. Aunque, a decir verdad, era también la de uno de mis hermanos y la mía. Aquí trataba de ocultarse cuando había tormentas.
Bajaba la persiana enrollable de madera, cerraba la ventana lo mejor que podía, ya que por el efecto de la humedad reinante en la casa, no encajaba bien en su marco, corría la cortina de pana de color marrón y la habitación quedaba a oscuras. Esto es, entre rayo y rayo, ya que por los resquicios de la ventana y la cortina, como por entre las listas de la persiana, el resplandor se colaba dentro iluminando la estancia.
Se sentaba sobre su cama, en el borde y las piernas colgando, a invocar a Santa Rita. Bamboleándose de atrás hacia adelante y con los dedos entrelazados, apretando las manos contra el regazo, repetía una y otra vez:
Santa Rita bendita
Que en el cielo estás escrita
Con papel y agua bendita.

AdriPozuelo (A. M. A.)