Reflexionar es detenerse. Pararse a mirar, a observar...

Reflexionar es detenerse. Pararse a mirar, a observar con detenimiento, que es la antesala del ver claro, de la lucidez, del desarrollo de la consciencia.

También implica esperar, dejar madurar, contemplar activamente, escrutar con cariño y tiempo. Es considerar nueva o detenidamente algo antes de dar un paso, que puede ser menor, o puede ser crucial, determinante.

Muchos sufrimientos nos evitaríamos si reflexionáramos más y mejor antes de decidir según qué. Incluso en las pequeñas decisiones cotidianas, la elección hecha con reflexión (qué compramos, a qué destinamos nuestro tiempo, atención y recursos, en quién confiamos, etc.) podría cambiar el mundo. Si somos siete mil millones de personas y tomamos unas cincuenta decisiones —mayores o menores— al día, son trescientos cincuenta mil millones de decisiones que giran cada día con este planeta alrededor del sol, repito, solo en un día… Imaginemos que ganáramos lucidez en una parte pequeña de ellas, apenas un diez por ciento, serían treinta y cinco mil millones de decisiones tomadas desde la consciencia frente a la inercia, el impulso, el hábito inconsciente y sus derivadas.

Reflexionamos cuando examinamos, cuando analizamos nuestros propios sentires y pensares, cuando ejercitamos la crítica no solo sobre lo ajeno, sino sobre lo propio (hábito inhabitual por nuestros lares). Es bueno reflexionar antes de actuar. La reflexión es amiga de la prudencia y de la verdad. La reflexión, bien entendida, es hermana de la honestidad y de la paciencia, ya que sin ellas no puede darse.

Junto con la meditación, que nos limpia el pensamiento y el alma y nos conecta esencialmente, la reflexión nos ayuda a construir la sencillez en el vivir, y a labrar una cierta sabiduría sobre el mismo.

La reflexión además abre las puertas de la empatía, porque nos ayuda a ponernos en la piel del otro, y de la compasión, porque desde ese gesto interno podemos sentir el sufrimiento del vecino, del compañero.

No deja de sorprenderme el poco valor que damos a los gestos sencillos pero que de verdad nos transforman la vida. Reflexionar es uno de ellos, sin duda. Parece que vivimos en un mundo que valora la intensidad más que la profundidad, el petardo más que el beso, lo banal más que lo verdadero, el titular más que el poema, el estruendo más que el silencio. Esto no va. Y todo ello se arreglaría con mejores dosis de meditación y de reflexión. Porque la acción que se desprende de ellas tiende a ser (no hay garantías, no obstante), más madura, más sistémica, más humana.

Reflexionar es tener en cuenta. Y tener en cuenta es la semilla del cuidar. Quien reflexiona es cuidadoso, y en el cuidado a alguien o algo reside el respeto que genera confianza y compromiso. La persona que actúa desde la bondad de intención y desde la reflexión honesta y libre de prejuicios, nos brinda oxígeno y depura el aire emocional que respiramos.

Un sinónimo de reflexionar es «parar mientes» (por cierto, muy bella expresión pero cada vez menos empleada), es decir, prestar atención, considerar, dar importancia a lo que es digno de ella. Ojalá este espacio, esta bitácora digital y las otras dos que la acompañan, con mayor o menor acierto, desde el acuerdo o desde el desacuerdo, provoquen paréntesis para la reflexión, para detenerse, para mirar adentro, para mirar afuera y apreciar lo que realmente vale la pena y tiene sentido; y desde ese lugar, ofrecerlo al mundo.

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