Rehén del banquillo....

Rehén del banquillo.

La Justicia está sola frente a un presidente que pacta con los acusados del golpe.

Isabel San Sebastián.

Actualizado:

04/02/2019 09:13h.

España brinda a menudo espectáculos inconcebibles en otros países. Para bien y para mal. Nuestra Historia abunda en gestas heroicas (de esas que no interesan a directores y guionistas de cine subvencionado, mucho más próximos intelectualmente a personajes de tebeo que a figuras gigantescas como la de Blas de Lezo), pero nos depara también episodios tan vergonzantes como el de un Gobierno rehén de un banquillo de acusados.

¿Alguien se imagina a Angela Merkel negociando los presupuestos generales de la República Alemana con los representantes de un partido cuyo líder estuviera encarcelado, acusado de gravísimos delitos como la rebelión y la malversación? ¿Sería concebible en Francia o el Reino Unido que el primer ministro hubiese accedido al despacho merced a una moción de censura urdida con fuerzas abiertamente independentistas, después de que estas perpetraran una intentona golpista? La respuesta es no. Una y mil veces no. Ni siquiera habrían aceptado semejante apoyo denigrante sin mediar crimen alguno. Les habría bastado calibrar la catadura política de tales socios para rechazarlos de plano. Ningún dirigente que se respetase a sí mismo y se considerase demócrata se rebajaría a depender de fuerzas abiertamente enemigas no solo de la legalidad y la Constitución, sino de la Nación misma. Nadie provisto de dignidad suplicaría el respaldo de presuntos delincuentes para poder gobernar.

Escribo «presuntos» porque la Ley obliga, aunque lo cierto es que todos vimos en directo, a través de la televisión, cómo los veinticinco encausados (diez y ocho presentes en el juicio que está a punto de empezar y otros siete cobardes huidos, juzgados en rebeldía) cometían los actos por los que ahora, finalmente, responderán ante el Tribunal. Asistimos, asqueados, a la proclamación unilateral de esa «república catalana» que jamás existió, ni existirá, mientras la mayoría de los españoles no tenga a bien decidir otra cosa. Contemplamos estupefactos, entre la indignación y la incredulidad, cómo destrozaba un vehículo de la Guardia Civil y acosaba ferozmente a una comisión judicial una turba vociferante, jaleada por los dirigentes de dos asociaciones, ANC y Òmnium Cultural, dedicadas a promover la secesión, evidentemente sin hacer ascos a la violencia. Desde entonces, oímos cada día a sus correligionarios alardear de esos hechos luctuosos desde la tribuna del Congreso, el Parlamento autonómico o los medios de comunicación. Tenemos constantemente noticia de agresiones de palabra y obra sufridas por quienes se atreven a defender ideas discrepantes con el «pensamiento» único impuesto a golpe de adoctrinamiento y persecución. Y, por si no bastara, financiamos con nuestros impuestos los viajes que periódicamente realiza a Waterloo el vicario de Puigdemont, Quim Torra, máximo representante del Estado en Cataluña, para recibir del fugado instrucciones sobre cómo seguir dañando la imagen, los intereses y el prestigio internacional de España. Nos movemos entre lo dramático y lo grotesco, con la impagable colaboración del presidente Pedro Sánchez.

Llega la hora de la verdad. El Supremo se enfrenta probablemente a la sentencia más trascendente de cuantas ha debido dictar, y lo hace en una posición comprometida por mor de ese personaje. El ordenamiento jurídico es inequívoco, de eso no hay duda. La instrucción de Pablo Llarena no solo ha sido valiente, sino impecablemente minuciosa desde el punto de vista formal. Todos los elementos apuntan a una condena sustentada en una abrumadora acumulación de pruebas. Pero la Justicia está sola frente a un Ejecutivo que ha optado por pactar con los acusados y deja entrever sin recato la posibilidad de indultarlos. Sola ante el cumplimiento de su deber, abandonada por quien debiera ser el primero de sus valedores. Traicionada.

Isabel San Sebastián.

Articulista de Opinión.