¡Qué de envidiosos montes levantados...

¡Qué de envidiosos montes levantados
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de nieves impedidos,
me contienden tus dulces ojos bellos!
¡Qué de ríos de hielo tan atados,
del agua tan crecidos,
me defienden el ya volver a vellos!
¡Y qué, burlando de ellos,
el noble pensamiento
por verte viste plumas, peina el viento!
Ni a las tinieblas de la noche oscura
ni a los hielos perdona,
y a la mayor dificultad engaña;
no hay guardas hoy de llave tan segura
que nieguen tu persona,
que no desmienta con discreta maña;
ni emprenderá hazaña
tu esposo, cuando lidie,
que no la registre él, y yo no envidie.
Allá vueles, lisonja de mis penas,
que con igual licencia
penetras el abismo, el cielo escalas;
y mientras yo te aguardo en las cadenas
desta rabiosa ausencia,
al viento agravien tus ligeras alas.
Ya veo que te calas
donde bordada tela
un lecho abriga y mil dulzuras cela.
Tarde batiste la envidiosa pluma,
que en sabrosa fatiga
vieras (muerta la voz, suelto el cabello)
la blanca hija de la blanca espuma,
no sé si en brazos diga
de un fiero Marte o de un Adonis bello;
ya anudada a su cuello,
podrás verla dormida
y casi trasladada a nueva vida.
Desnuda el brazo, el pecho descubierta,
entre templada nieve
evaporar contempla un fuego helado,
y al esposo, en figura casi muerta,
que el silencio le bebe
del sueño con sudor solicitado.
Dormid, que el dios alado,
de vuestras almas dueño,
con el dedo en la boca os guarda el sueño.
Dormid, copia gentil de amantes nobles,
en los dichosos nudos
que a los lazos de amor os dio Himeneo;
mientras yo, desterrado, destos robles
y peñascos desnudos
la piedad con mis lágrimas granjeo.
Coronad el deseo
de gloria, en recordando;
sea el lecho de batalla campo blando.
Canción, di al pensamiento
que corra la cortina,
y vuelva al desdichado que camina.

Luis de Góngora