Dirigentes políticos, Tribuna libre

OPINIÓN.

Una tragicomedia sin salida.

El teatro sustituye al Parlamento en una deriva que explora los límites de la farsa.

RUBÉN AMÓN.

10 JUL 2017 - 08:57.

“Tan triste... no es serio.

Tan cómico... no es divertido”

(Fernando Arrabal,

Arrabalescos).

Tuvo sentido que la tragicomedia secesionista se escenificara el martes en un teatro. Y no cualquiera, sino el Nacional de Cataluña, cuyo escenario en penumbra tanto proporcionaba a Carles Puigdemont la dramaturgia sentimental del chansonier, del cantautor, del rapsoda independentista, como ocultaba a los espectadores allí reunidos los hilos con que lo maneja Oriol Junqueras en el papel cenital de gran maestro titiritero.

El Parlament se ha convertido en un teatro con las actuaciones impagables y al mismo tiempo remuneradas de los ultras cuperos, mientras que el teatro se ha transformado en un espacio legislativo a expensas de la inversión de papeles. Sucedió el pasado 4 de julio en la gran parodia que anunciaba y detallaba la ley del referéndum. Puigdemont subordinaba la tribuna parlamentaria a la tarima y al cañón de luz, naturalmente para precaverse de las represalias judiciales, pero también para recrear una farsa sin frenos que otorga al president el papel del maquinista de La General en el prosaico guión choque de trenes.

Y no tiene gracia la versión burguesa-posmoderna de la película de Buster Keaton, pero al mismo tiempo es delirantemente divertida, en su perspectiva más cínica —encubrir con la estelada los escándalos de corrupción—, en sus expresiones más grotescas —la Constitución franquista-bolivariana— y en la adhesión involuntaria al teatro del absurdo. Igual que la cantante calva se peina siempre igual en la obra de Ionesco, el referéndum independentista tiene fecha, pero no tiene urnas, toda vez que ha quedado desierto el concurso al que debían presentarse las empresas de logística electoral.

No hay urnas, no hay censo y no cooperan los requisitos elementales de un plebiscito, pero el referéndum ha logrado arraigar una inercia y una fecha: el 1 de octubre. ¿Qué pasará después? “Pues después del 1 de octubre, vendrá el 2 de octubre”. La reflexión en clave de perogrullada parece de Mariano Rajoy, pero la pronunció Miquel Iceta el pasado martes en Onda Cero y añade el pintoresquismo que el propio PSC ha decidido aportar al sainete soberanista. No ya porque Núria Parlon, miembro de la ejecutiva de Pedro Sánchez, hiciera un llamamiento a la comunidad internacional si el Gobierno osaba convocar el artículo 155 de la Constitución — ¿habría que desplegar cascos azules al otro lado del Ebro?—, sino porque el alcalde socialista de Blanes, Miquel Lupiáñez, oriundo de La Alpujarra, prometió adherirse al referéndum y sostuvo que Cataluña es al resto de España lo que Dinamarca es al Magreb.

No contribuye a serenar esta trama de vodevil la precipitación con que la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, atribuyó a Carles Puigdemont un comportamiento golpista y le amenazó con alinear el Ejército, proporcionando así al discurso victimista del patriarca Artur Mas el sueño húmedo de los tanques atravesando la Diagonal. De hecho, el vuelo más o menos rasante de unos F-18 en maniobras se interpretó ya en 2012 como una operación de intimidación preventiva, un ensayo general anexionista.

Las siete y media

La escalada no se ha concedido un momento de respiro. Se diría que Mariano Rajoy y Carles Puigdemont juegan a las siete y media, como decía hace unos días off the record un diputado del PDeCAT. Es un buen ejemplo el de la partida entre tahúres, sobre todo si evocamos los versos y los ripios de La venganza de don Mendo en el contexto del gran esperpento estelado: “Y un juego vil / que no hay que jugarlo a ciegas, pues juegas cien veces, mil, / y de las mil, ves febril / Que o te pasas o no llegas. Y el no llegar da dolor, / pues indica que mal tasas / y eres del otro deudor. Mas ¡ay de ti si te pasas! / ¡Si te pasas es peor!”

Igual que Rajoy nunca llega, Puigdemont se ha pasado. No ya por haberlo secuestrado los trotskistas de la CUP, que aspiran a la expropiación de la catedral de Barcelona y que reivindican la abolición de la propiedad privada, sino por el embarazo y el ridículo que suscita su campaña de concienciación internacional. No ha encontrado mayores apoyos que un ministro camboyano —Vong Sauth—, un lobby anticastrista y una sala de manualidades en el campus de Harvard —nada que ver con la institución universitaria—, quizá por los recelos a la naturaleza cambiante, arbitraria y hasta caprichosa del procés.

Llegó a hablarse de la Commonwealth ibérica. Se valoró la adopción del linaje borbónico. Y ahora se predica una república de urgencia —puede proclamarse en 48 horas, de acuerdo con la ley del referéndum— que Lluís Llach sermonea en su propio proceso de involución totalitaria: de cantar L’estaca a sacudir con ella cualquier atisbo de españolismo o de discrepancia doctrinal. Ya admitió el propio cantautor que se habían organizado cursillos entre psicólogos para trabajarse la resistencia al mensaje soberanista en los barrios de Girona y de Figueras, acaso recurriendo al electroshock o a la sobrexposición del pensamiento único.

Lo inculca la televisión pública catalana desde la deriva propagandística que ha impuesto Puigdemont y que ha legitimado el Parlamento, pues ha sido el teatro del soberanismo donde acaba de acordarse restringir las subvenciones a los medios informativos que colaboren en la causa del referéndum independentista.

Ya solo le falta al molt honorable president crear el ministerio del tiempo y el ministerio de la verdad. Porque la ignorancia es la fuerza.