El País, Tribuna libre

EDITORIAL.

Justicia contundente.

Los líderes de la secesión son juzgados por rebelión y enviados a la cárcel.

EL PAÍS.

24 MAR 2018 -

El procesamiento y reclusión provisional de los principales responsables del golpe parlamentario del pasado otoño en Cataluña, dictados ayer por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, suponen un parteaguas en la secuencia del procedimiento judicial: prefiguran la probabilidad de que sean condenados por el gravísimo delito de rebelión o, al menos, el de sedición, y otros conexos.

Y en la vertiente política, si ello se acompaña de las recientes huidas de algunos otros protagonistas al extranjero (como la secretaria general de Esquerra, Marta Rovira, o la dirigente de la CUP Anna Gabriel), implica el abrupto fin de la tentativa de investir precipitadamente a Jordi Turull como presidente de la Generalitat, y con ello el fin de todo el llamado procés.

El auto del Supremo es contundente. Y al tratarse de un asunto derivado de la contienda política, y versar sobre un eventual delito con escasa tradición en los últimos 80 años, resulta susceptible de debate doctrinal. Independientemente de las aproximaciones que pueda concitar, no se trata de un texto frívolo, improvisado o fácil, y merece por tanto antes estudio y exégesis que dicterio precipitado. Para que exista el delito de rebelión el Código Penal exige el requisito de que concurra violencia. Y Llarena lo detecta en los hechos de septiembre y octubre en la triple condición del uso de la fuerza, su aplicación preferente contra personas y su intensidad suficiente como para doblegar a la autoridad. Hasta el punto de que lo equipara al “supuesto de toma de rehenes con disparos al aire”, como sucedió en el golpe del 23-F de 1981.

Corresponderá a la Justicia en todas sus instancias verificar si esta primera clasificación de los hechos corresponde a su exacta calificación jurídica. Pero no cabe duda política de que la proclamación unilateral de la secesión de Cataluña constituyó un golpe que se pretendió letal contra la democracia española y contra la autonomía catalana.

Aparentemente, el auto descabeza drásticamente a la dirigencia del procés, al apartar de la vida política al cogollo de la misma. Pero en esta circunstancia media también, y quizá de forma más decisiva, otra causa fundamental: el empeño suicida de esa misma dirigencia separatista. No contentos con su revuelta, quienes la orquestaron han pretendido jugar al ratón y al gato con la judicatura, y por tanto con la separación de poderes propia de un Estado de derecho: primero, desobedeciéndola; después, tildándola desde Bruselas de “franquista”; enseguida, nombrando candidatos para reemprender una reedición del procés, y por tanto quemándolos por la presunción de su predisposición a reiterar el delito (Jordi Sànchez, Jordi Turull); y en distintos momentos fugándose al extranjero, con lo que dejaban a sus colegas (sobre todo a los encarcelados) a los pies de los caballos, al visualizar el peligro de que también escapasen a la justicia si eran liberados.

De modo que la autoantropofagia ha sido más mortal para esa dirigencia que la propia dinámica judicial. Si Carles Puigdemont no hubiese mantenido viva la llama del golpe antidemocrático, y si Marta Rovira (tan pródiga en el llanto cuando en octubre clamaba por culminar el golpe) no hubiese puesto a la hora de la verdad los pies en polvorosa, habrían desaparecido algunos de los motivos que justificaban, o al menos explicaban, las medidas cautelares de prisión. Oriol Junqueras nada tiene que agradecerles, sino todo lo contrario: ni a su exjefe ni a su exsegunda.

Las Cortes de Franco se hicieron discretamente el harakiri. Los altos cortesanos del procés se han desmantelado ruidosamente a sí mismos: a su relato heroico, trufado de huidas vergonzosas; a su programa liberador, salpicado de diseños autoritarios; a su honestidad moral, engarzada en casos de corrupción como los del Palau de la Música o el cobro del 3% sobre las obras públicas de la Generalitat. Carente de tino y de coordinación, huera de la mínima dignidad y huérfana de estrategia alguna, esta fallida generación de líderes ha evidenciado su obsolescencia.

Entre todas esas desgracias, miserias y amarguras solo aflora un elemento positivo. Al haberse producido en el Parlament un intento de investidura ha empezado a correr el plazo de dos meses para la convocatoria de nuevas elecciones. Si al secesionismo se le atribuía la decisión de evitarlas (para recuperar poder y uso del dinero público), su fragmentación (plasmada en la abstención de la CUP ante la investidura de Turull) pone esa voluntad en el aire: por más que fuera legítimo un nuevo Govern secesionista, aunque atenido a la vía legal.

Desmantelado y diezmado, el presunto bloque separatista se ha demostrado inútil a la hora de investir a un president efectivo y un Gobierno viable. ¿Sería capaz de acudir a una nueva elección, sin equipo (disperso), sin programa (ya arruinado), sin candidato confiable (cómo seguir a Puigdemont si juró que volvería y no lo hizo) y con credibilidad cero?