En España hoy la gente de la calle, las clases populares...

En España hoy la gente de la calle, las clases populares han vuelto al exilio, a la clandestinidad. Ninguna Ítaca ha quedado en pie para que pueda regresar el ciudadano común. Se han cerrado las grandes alamedas porque las mayorías sociales ya no pasean su libertad, sino su pobreza, su exclusión, el clamoroso silencio de su voz. Sin instrumentos políticos, cívicos y sociales donde guarecerse se ven compelidas a que le sea impuesta una realidad como irreversible que se pretende sostener con la fuerza de la propaganda para intentar rellenar los huecos, unir los lados de los cortes, pegar los fragmentos separados, restablecer las alianzas entre las cosas de una tramoya que ya no se sostiene mientras los partidos de Estado se encorsetan, al margen del pulso de la calle, en la clientelar figura de la devotio iberica, la vieja institución hispano-romana que supeditaba la propia vida a la del jefe, a falta de ideas y razones.

El ciudadano transita clandestino, ignorado y abandonado, por paisajes en los que no puede reconocerse porque han sido creados para su inexistencia social, para obviar esa necesidad de la gente común de lugares, como proclama el verso de Mark Strand, donde nada, cuando sucede, es demasiado terrible. Los salarios de hambre, las familias sin ingresos, los niños malnutridos, los hijos de los trabajadores expulsados de la universidad, el paro homicida, el malvivir de los ancianos, el futuro incierto de los jóvenes, la sociedad exiliada de su propia ciudadanía, componen un daguerrotipo donde todo es mediocre, todo triste. “La espaciosa y triste España” del lamento de Fray Luis de León.

Nada hay en nuestro país más verdadero que la mentira ni más real que lo imaginario, pues todo gira en torno a la suplantación. No ser lo que se dice ser. Es la forma en la que intenta sobrevivir un régimen de poder que tiene que sostenerse en lo inauténtico para enmascarar sus propósitos oligárquicos y plutocráticos. Un sistema que necesita apoyarse en negar a las mayorías para afirmarse a sí mismo, pero cínicamente en nombre de esas mayorías: limitar la democracia en nombre de la democracia, desvirtuar la justicia en nombre de la justicia, empobrecer a la gente en nombre de la gente, es la implantación del lenguaje orwelliano: paz es guerra, guerra es paz, en una fantasmagoría donde las palabras también nos agreden.
C. R.

Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.