Dobles miserias....

Dobles miserias.

Su pringoso arrepentimiento en comisión parlamentaria es aún más vomitivo, mucho más, que sus errores.

Gabriel Albiac.

Actualizado:

17/12/2018 00:54h.

Todo es irreparable. Sobre ello se asienta el envite moral de un hombre. Y su grandeza. Y su miseria. Porque no es fácil decir en qué recodos de nuestras vidas nos equivocamos. Y porque lo es aún menos constatar que no hay error moral que podamos corregir, pues que el tiempo es irreversible. «El mal que hacen los hombres pervive», sentenciaba el clásico. Y uno no tiene más recurso que, o bien saberlo y pagar por él el precio que no se extingue nunca, o bien transferirle la deuda a una entidad trascendente que pueda revertir el tiempo. El primero, es el recurso glacial de la filosofía: no hay cura para el proceder humano, cada actuación es absoluta y eternas son sus consecuencias. En el segundo recurso, busca el creyente participar en un Dios que, por encima del tiempo, pueda restablecer la rota virginidad anímica.

Baruch de Spinoza, hacia 1670, da forma axiomática al callejón sin salida en que toda ética racional -y, por tanto, sólo humana- se aposta: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente». Es miserable por lo que hizo. E impotente por el ánimo viscoso que le impide afrontar el débito inextinguible de los errores cometidos. No es ésta una rareza del tan radical, tan «raro», judío español de Ámsterdam. San Agustín, en el inicio del siglo V, no plantea algo muy diferente al buscar la clave de un perdón que sólo puede asentarse sobre la intemporalidad divina, a través de la mediación de la figura, específicamente cristiana, del Dios-hombre. En ese Cristo, cuya naturaleza es al tiempo humana y divina, en el cual, pues, lo efímero y lo intemporal son lo mismo, se consuma la figura de un perdón que, por obra de esa gracia que permite participar en el mérito de la cruz, borra el pasado. Y, aun entonces, el obispo de Hipona no silencia el problema: ¿puede Dios hacer que lo que fue no haya sido? San Agustín parece sospechar que no.

No siento interés alguno por el diputado Iglesias: su mediocridad sólo es vencida por su horrenda retórica. Pero, al cabo, es mi empleado: lo son todos los diputados, que cobran de mis impuestos aunque yo no los vote. Y es mi dinero el que paga su potestad de decir sandeces que resuenan esas máquinas de entontecer, llamadas medios audiovisuales. Su pringoso arrepentimiento en comisión parlamentaria es aún más vomitivo, mucho más, que sus errores. Uno puede haberse equivocado gravemente en política. Si es así, explicita con claridad su error y abandona. Para siempre. No pasa nada: muchos lo hemos hecho. Y se repliega en otros territorios: la biblioteca de los que no creemos o la cartuja de los creyentes. Arrepentirse de haber perseverado en la apología de alguna de las dictaduras más abominables de nuestro tiempo y seguir viviendo del sueldo político que gracias a esa apología se alcanzó, sella un vacío moral perfecto. Pocas veces habremos visto funcionar tan puro el retrato spinozano del hombre doblemente miserable.

Gabriel Albial.

Articulista de Opinión.