He de confesar que desde hace un tiempo siento miedo cada vez que escribo, puede parecer una confidencia banal, pero creo, al menos así me parece a mí, que cada vez somos más quienes sentimos esa extraña sensación de estar vigilados constantemente mientras esperamos la llegada del mensajero de la sanción gubernativa. ¿Cuál sería mi delito, por qué ese temor? Simplemente este, escribir, decir lo que pienso y no comulgar con las aberraciones legales que de un tiempo a esta parte salen de los castillos del poder. Pienso a menudo en Alfon, por quien salimos a la calle, firmábamos manifiestos y protestábamos como se hace en los países democráticos, pero Alfon sigue en la cárcel como tantos otros presos políticos de regímenes no democráticos, como tantos represaliados de la España franquista; pienso en mis hijos, muy involucrados en movimientos políticos de izquierda y amenazados una y otra vez por quienes deberían defender su derecho a militar en la organización política que les venga en gana; pienso en Rodrigo Rato hablando más de dos horas a solas con el ministro del Interior en el Palacete madrileño que ya ocuparon otros ilustres hombres de la derecha ultramontana por la gracia de Dios. Y pienso si esto es un Estado de Derecho, o un Estado de Derechas en el que todos y cada uno de nosotros, los que no tenemos pedigrí, los que carecemos de padrinos en las estirpes, los que creemos en un mundo mejor para todos y, en la medida de nuestras posibilidades, luchamos por ello, por nuestra insolidaridad, no estamos corriendo el mismo riesgo que corrió Alfon y tantos otros que hoy están apartados de la sociedad por su comportamiento “poco adecuado” con el poder establecido.
Mientras trascurre este infernal verano –no, el cambio climático no existe, lo dijo un primo de Rajoy- y todas las mañanas me desayuno con el estado de salud de esa heroína mediática –crean héroes de plástico para perpetuar el analfabetismo- que es Isabel Pantoja, aquejada de colesterol, azúcar y triglicéridos, con la cornada sufrida por Rivera o la entrevista del investigado Rato –protagonista principal del ladrillazo que nos trajo hasta aquí- con el inefable Fernández Díaz, ministro de Rajoy que lo habría sido con gloria de su admirado Franco Bahamonde, el partido del Gobierno ha puesto en vigor una ley que le permite aplicar sanciones administrativas sin las mínimas garantías que exige un país democrático. Asegura el ministro que habló con Dios en Las Vegas y lee con denuedo los escritos de esa señora impresionante que fue Santa Teresita de Lisieux, que también tuvo contactos con el más allá, que es menester confiar en la profesionalidad de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y que la Ley Mordaza sólo es un resorte más para aumentar nuestra seguridad. Y es cierto, hay que confiar más en la policía, en el gobierno, en los jueces y en los reyes magos, pero sólo cuando las leyes no les permitan actuar con discrecionalidad, arbitrariedad o alevosía. En un país democrático son los tribunales, previo juicio justo, quienes únicamente tienen la potestad de sancionar a los ciudadanos que hayan podido cometer delito o falta, cuando las leyes se modifican para aumentar la capacidad represiva del Ejecutivo sin la tutela judicial debida, la desconfianza es una obligación y la denuncia una necesidad.
Naciones Unidas ha pedido al Gobierno español que retire esa ley, igual han hecho los principales medios de comunicación del mundo escandalizados por un retroceso que cuestiona la práctica totalidad de derechos tutelados por la Constitución. La Ley Mordaza es una ley de excepción propia de regímenes totalitarios, pero no hay nada que temer, porque en estas horas críticas Santa Teresita –palabra de Fernández Díaz que la conoce muy bien- está rezando por España y vela por su felicidad. Vivimos en un país de vendedores y compradores que no tienen un real, en un país que ha sido sacrificado a “los mercados” para que quien tiene trabajo no pueda vivir de su trabajo, para que quien no lo tiene se entregue sin remedio a la exclusión social o espere con paciencia la llegada de la otra vida, dónde seguro le espera una plaza en el gallinero para contemplar admirado lo amable que es Dios con los que pasaron por el ojo de una aguja; disfrutamos de un país y de un gobierno que ha devaluado a sus ciudadanos hasta convertirlos en seres afligidos, alienados y medrosos que sólo esperan que el día siguiente de paso a otro más, un país donde la brutal bajada de salarios pone en serio e inminente peligro a la Seguridad Social y cercena los caminos de la natural y necesaria protesta sometiéndola a una norma tan regresiva como antidemocrática: Ante la posibilidad de fuertes protestas, de sucesos de calado en alguna parte del Estado, qué mejor que dotar al Gobierno de Su Majestad de poderes extraordinarios para poder hacer y deshacer a su antojo, no hay paz más auténtica que aquella que procede del silencio de los corderos o la paz de los cementerios.
Fernández Díaz, ministro principal y hombre de la absoluta confianza de Mariano Rajoy, al igual que su jefe y que sus compañeros de Gabinete, habla una y otra vez de democracia, derechos y libertades, pero por sus hechos los conoceréis. Después de Fraga y Martín Villa –con permiso de Convergencia y sus Mossos- ha sido el ministro de Interior que con más dureza ha utilizado a las fuerzas de seguridad para la represión de los movimientos ciudadanos cumpliendo a la perfección el encargo recibido para cambiar el país en cuatro años y hacerlo inhabitable, porque un país es inhabitable cuando los encargados de mejorar la vida de los ciudadanos que lo habitan y de aumentar sus derechos, se empeñan en empeorarla y cercenarlos utilizando la represión y la propaganda embustera para tapar una realidad que apesta tanto como duele. En ese sentido, Fernández Díaz es un ministro ideal de Franco
Saludos
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