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Y aquí comenzaron los apuros de los capitulares más acomodaticios de uno y otro templo, porque las dos personas que mejor los conocían –don Paco Donoso, Canónigo de uno, y don Julio Llamazares, Abad del otro- presentaban un grave inconveniente: eran alérgicos a todo lo que, de cerca o de lejos, estuviese relacionado con la república y no les faltaba razón, porque, desde luego, el régimen había hecho a la Iglesia Católica todo el daño que la había sido posible.