Hola Triana: Estamos ante un tema que no deja indiferente: el más allá (afirmación o duda). Aunque la filosofía puede dar y ha dado, con todo derecho, su visión, si no tenemos fe nos falta un punto de vista importante. Si la muerte es el final es el fracaso más rotundo de la creación: nacer para la nada. Todo en la creación encuentra su sentido: La naturaleza ha preparado el ojo para ver… el espíritu para amar, la conciencia para actuar con justicia, la inteligencia para razonar y buscar la verdad, y el deseo de vivir sin fin… ¿para la nada?
Es claro que morimos, que nuestro cuerpo físico se descompone y termina en la tierra de donde salió. Pero esa es sólo la primera parte de la realidad.
Cuando dos gemelos comparten el seno materno se encuentran satisfechos del calor que los envuelve, del líquido en que flotan, que los acoge, de la compañía que sienten por el contacto en ese estrecho recinto. Allí no existe la luz, ni la belleza; no saben que tiene ojos para ver y corazón para amar. No los necesitan. Podrían pensar que eso es la vida. El primero abandona el útero y ya no regresa. Pobre infeliz, -podría pensar el otro- ha desaparecido en la nada. Sin embargo no, ha entrado en el maravilloso mundo de la luz, del aire, de los paisajes, de la familia, de la amistad y del amor. Este segundo hermano aún no nacido lamenta su soledad.
Esta puede ser la imagen de nuestra realidad. Cuando morimos no desaparecemos en la nada. Es cierto: sólo vemos sus cenizas. ¿Sabe el gusano que está llamado a ser una bella mariposa? El gusano no muere todavía, se transforma. Morirá luego, Tampoco se lo plantea porque no tiene espíritu para pensar.
Aplico la historia de los dos gemelos a mi visión de cristiano: Uno es Jesucristo, otro es toda la humanidad. Jesucristo ha salido ya de este mundo, ha muerto, ha permanecido en el sepulcro, pero al fin ha resucitado. Él es quien ha venido de la otra vida a contárnoslo y nos ha enseñado el camino hacia Dios: el amor. “Venid, benditos de mi padre, tuve hambre y me disteis de comer... La fe no es cerrar los ojos a la realidad, sino mirar con una luz nueva. Jesucristo después de morir resucitó, no como Lázaro, para volver a morir, sino en una condición nueva y gloriosa: resucitó, convivió con los apóstoles, les habló, comió con ellos, les confirmó en la fe hasta el punto de que entregaron su vida por anunciar su muerte y resurrección. Pagaron su fe con el martirio porque no eran unos falsos embaucadores, sino unos testigos que expresaban su convicción y su amor en Jesús.
Es claro que morimos, que nuestro cuerpo físico se descompone y termina en la tierra de donde salió. Pero esa es sólo la primera parte de la realidad.
Cuando dos gemelos comparten el seno materno se encuentran satisfechos del calor que los envuelve, del líquido en que flotan, que los acoge, de la compañía que sienten por el contacto en ese estrecho recinto. Allí no existe la luz, ni la belleza; no saben que tiene ojos para ver y corazón para amar. No los necesitan. Podrían pensar que eso es la vida. El primero abandona el útero y ya no regresa. Pobre infeliz, -podría pensar el otro- ha desaparecido en la nada. Sin embargo no, ha entrado en el maravilloso mundo de la luz, del aire, de los paisajes, de la familia, de la amistad y del amor. Este segundo hermano aún no nacido lamenta su soledad.
Esta puede ser la imagen de nuestra realidad. Cuando morimos no desaparecemos en la nada. Es cierto: sólo vemos sus cenizas. ¿Sabe el gusano que está llamado a ser una bella mariposa? El gusano no muere todavía, se transforma. Morirá luego, Tampoco se lo plantea porque no tiene espíritu para pensar.
Aplico la historia de los dos gemelos a mi visión de cristiano: Uno es Jesucristo, otro es toda la humanidad. Jesucristo ha salido ya de este mundo, ha muerto, ha permanecido en el sepulcro, pero al fin ha resucitado. Él es quien ha venido de la otra vida a contárnoslo y nos ha enseñado el camino hacia Dios: el amor. “Venid, benditos de mi padre, tuve hambre y me disteis de comer... La fe no es cerrar los ojos a la realidad, sino mirar con una luz nueva. Jesucristo después de morir resucitó, no como Lázaro, para volver a morir, sino en una condición nueva y gloriosa: resucitó, convivió con los apóstoles, les habló, comió con ellos, les confirmó en la fe hasta el punto de que entregaron su vida por anunciar su muerte y resurrección. Pagaron su fe con el martirio porque no eran unos falsos embaucadores, sino unos testigos que expresaban su convicción y su amor en Jesús.