Exhausto por tanto caminar deambulando por aquellos...

Exhausto por tanto caminar deambulando por aquellos angostos callejones, cubiertos por un metro de espesa nieve, lindados por barracones con fachadas de viejas maderas de ripia, ajadas por el efecto de la erosión gélida de la estepa, al igual que sus destartaladas puertas, ceñidas y enmarcadas por anchas fajas de hierro, las cuales, férreas defendían cualquier intento de acceso al interior, debido, tanto a sus gruesos candados, como a la gran cantidad de nieve acumulada en pendiente ante ellas, al fin llegó ante un gran barracón que mantenía su puerta abierta, habiéndose acumulado bajo el dintel gran cantidad de nieve, como si hubiera estado cerrada durante la gran nevada acontecida hasta unos minutos antes.

Ante el umbral se percató que del interior no escapaba calor alguno. Por el contrario, lo que despedía era un frío quizás más intenso, más penetrante que el que venía soportando en el exterior. Ante la oscuridad impenetrable y acuciado por el hambre, el frío y el desfallecimiento que le invadían, traspasó el vano tentando las paredes a derecha e izquierda, tratando de localizar el conmutador de la luz.

Al traspasar el dintel quedó bajo una gran tulipa con orificios, sustentada por cuatro delgados postes metálicos, la cual le cubrió a modo de dosel, en lo que sus ajadas botas se posaban sobre una plataforma metálica. Oyó un apenas imperceptible clic y la puerta comenzó a cerrarse. A un tiempo salía una plancha acerada de detrás de ella. Describiendo una ligera rotación fue a colocarse a su espalda y le ayudó a acceder al interior con una pequeña y suave, pero irresistible presión, dejándolo en el interior, de pie, ileso, tieso.

Al tiempo que se encendían los tubos fluorescentes que pendían del techo, sus ojos se fijaron en los bultos que pendían de unos garabatos de acero inoxidable, los cuales, por medio de unas cadenas del mismo material, pendían de las vigas del techo, formando, con sus sinuosos rieles, una serie continua de úes por todo el cielo raso aislante, y se quedó de piedra, helado.

Lo que siguió, le heló la sangre, el corazón; lo dejó completamente congelado al instante, petrificado cual roca de hielo.

No lejos de allí, en el sótano del barracón, comenzó a oírse el ulular de una sirena, semejante a la de un submarino alertando a zafarrancho de combate, al tiempo que se encendía intermitentemente un piloto rojo.

Al momento, alguien se desperezó, saliendo por su garganta un áspero gruñido: - ¡Ah! Otro huido. Y alzándose perezosamente del catre tomó la anorak y se la vistió a toda prisa. Enfundándose las manoplas que descansaban en un estante, se encaminó hacia la escalera que conducía al barracón, arrastrando pesadamente su pierna izquierda, tiesa, rígida por falta de líquido sinovial en la rodilla, a consecuencia del desgarro producido por las garras de un oso, haciendo saltar por los aires el menisco; el mismo que le llevó el pie de un mordisco.

Al llegar ante el nuevo huésped lo miró y estudió con una mueca, mezcla de asquerosa y despectiva, ante el aspecto desaliñado, sucio y escuálido de éste. – ¡Todos terminan igual! Se dijo como si hablase con alguien más que hubiera allí, pues la efigie que tenía ante sí, por desgracia y desventura no le oiría.

Acercando uno de aquellos garabatos de acero engarzados en cadenas, lo colocó bajo el mentón de lo que pasaría por una figura de cera o de hielo china, dando un fuerte golpe hacia arriba para encajarlo. Accionó el interruptor de color rojo que se encontraba en la plancha metálica, por detrás y a la altura del hombro derecho de la figura, y se quedó observando cómo subía a colocarse en su sitio, tras recorrer algunas sinuosidades férreas ancladas al techo.

AdriPozuelo (A. M. A.)
28 de febrero de 2010