José Luis ALVITE...

José Luis ALVITE

23 de octubre 2011

Reconozco haberme preocupado muy poco por mi salud, seguramente porque nunca tuve problemas físicos serios, ni pasé por momentos que fuesen de verdad inquietantes. Mi manera de entender la vida tuvo siempre mucho que ver con mi indiferencia frente al riesgo de enfermar. Le he exigido a mi cuerpo esfuerzos que no le habría pedido a mi caballo, y soporté por eso fatigas a las que me sobrepuse gracias a creer a pies juntillas que el de los placeres es siempre un dolor que se agradece. Puede que estuviese equivocado, pero de muchacho me parecía que a la iglesia sólo acudían las personas incapaces del agradable y excitante esfuerzo de pecar y aquellas otras que se arrepentían de sus errores antes incluso de haberlos cometido. Yo he preferido siempre que la precaución me sobreviniese de una manera inútil después del exceso y estaba convencido de que evitar un error sólo me serviría para privarme de una experiencia que con seguridad habría de resultar inolvidable. Por eso no me importó en absoluto apartarme de las normas morales, desatender la higiene y llevar una vida hasta cierto punto sórdida, mezclado en tugurios con la gente peor considerada de la ciudad, ansioso de ser parte de su caos y sus placeres, dispuesto a que el almuerzo hubiese sido cocinado con el agua torda y soez en la que se hubiese aseado al final de sus jornadas cualquiera de aquellas fulanas en cuyo pubis sabía yo que anidaba la boca civil y apátrida de una gata con la saliva zurcida y el aliento desdentado. Fueron delirantes días de amoralidad y entusiasmo que yo consumí con voracidad, persuadido de que, a cambio de matar los peces, el agua estancada nos descubre una formidable fauna bacteriana y microscópica, en cuya viscosa morbilidad tiene a menudo su origen la seda de la vida, igual que se incubaba antes la salud en los virus que criaban en su rebotica las farmacias. Admito haber vivido al margen de la moralidad y de las normas. Algo me decía ya entonces que tarde o temprano caería en la tentación de la decencia y que en ese caso podría volver la vista atrás y sentir nostalgia de los días de libertad y de asco, de cuando fui inmensamente temerario y feliz gracias a haberme dejado llevar por la idea de que el temor de Dios era algo que podría dejar para cuando por mi mala vida me infundiese el suyo el dermatólogo. Ahora mi vida no es aquélla, ni soy yo el de entonces. Pero aún creo que hice bien y que estaba en lo cierto cuando pensaba que la mala conciencia es algo que nos acosa cuando ya no podemos cometer los errores que la suscitan, igual que sabemos que se extingue el fuego cuando se consume por completo la leña que lo propaga.

José Luis ALVITE