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Y aquí comenzaron los apuros de los capitulares más acomodaticios de uno y otro templo, porque las dos personas que mejor los conocían –don Paco Donoso, Canónigo de uno, y don Julio Llamazares, Abad del otro- presentaban un grave inconveniente: eran alérgicos a todo lo que, de cerca o de lejos, estuviese relacionado con la república y no les faltaba razón, porque, desde luego, el régimen había hecho a la Iglesia Católica todo el daño que la había sido posible.

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Pero no era lo más grave aquella profunda antipatía, sino que la preocupación calongial procedía, más bien, del convencimiento de que ambos clérigos eran bragados en extremo y a los dos se les tenía por muy capaces de manifestar su aversión al régimen con algún desplante o de negarse en redondo a servir de guías al presidente, siendo lo peor que Azaña, informado de los conocimientos de ambos, había manifestado por modo expreso su deseo de que fueses ellos, precisamente, quienes condujeran la visita.
Y siendo ya viejo el Obispo y estando muy acabado, parecía inútil recurrir a él para que interpusiese con energía una autoridad que, por otro lado, aquellos dos canónigos tremendos siempre habían acatado a regañadientes.
Y como fuera del diocesano nadie podía presumir de tener el menor ascendiente sobre el abad, yen lo que respecta a don Paco, a las serias prevenciones que le hacían algunos capitulares, contestaba rezongando y sin manifestar lo que se proponía hacer cuan la ocasión llegase.