CUENTOS DE CALLEJA...

CUENTOS DE CALLEJA
La tía Miseria
Había en una aldea, situada a orillas de un río, una mujer conocida con el apodo de Miseria, que se pasaba la vida pidiendo limosna de puerta en puerta, y que parecía más vieja que Matusalem.
Esta pordiosera tenía por toda familia un perro llamado Cutuche, y por toda fortuna un palo y una cesta, donde guardaba las provisiones con que la socorrían.
Detrás de la choza en que se cobijaba, crecía un peral tan hermoso, como no se había visto ningún otro en la tierra.
Miseria disfrutaba saboreando los frutos de su peral; pero los muchachos de la comarca solían arrebatarle con frecuencia las mejores peras, mermando así el único placer que disfrutaba.
Todos los días la tía Miseria salía a pedir limosna con el perro; pero en el otoño, Cutuche permanecía en la choza guardando el peral; separación que causaba a los dos molestia y pena, porque la pobre y el perro eran muy buenos amigos.
Un invierno, que cayó tanta nieve que hasta los lobos fueron a refugiarse en las poblaciones, la Miseria y su perro no salieron de su choza.
Una noche de las más crudas llamaron a la puerta, y una voz quejumbrosa, dijo:
— Abran ustedes la puerta, por amor de Dios, a un pobre que se está muriendo de hambre y de frío.
— Levante usted el picaporte— dijo la Miseria.
Así lo hizo el forastero, y al entrar pudo verse que llevaba por todo traje unos cuantos harapos, que era viejo y caduco, y que llevaba por todo equipaje un palo, en el que se apoyaba.
— Siéntese usted, buen hombre— dijo la vieja.— No ha tenido usted suerte al venir por aquí; pero todavía puedo ofrecerle un poco de fuego para que se caliente.
Y encendió el único haz de leña que le quedaba, y regaló al viejo un pedazo pan y una pera que habían dejado los chiquillos en el árbol.
Mientras el buen viejo comía, el perro le acariciaba. Cuando terminó la colación, la tía Miseria obligó a su huésped a que se tapase con la tínica manta que tenía, mientras ella se tencua en el suelo y apoyaba la cabeza, para dormir, sobre el respaldo de la única silla que allí había.
Al día siguiente se despertó muy temprano.
— No tengo nada que darle a mi huésped, y va a tener que ayunar. Saldré por ahí a pedir, y si me dan algo vendré en seguida.
Al abrir la puerta vió que hacía una hermosa mañana. Los ardorosos rayos del sol derretían la nieve, y la temperatura era muy agradable. Al volverse con objeto de recoger su palo de un rincón, vió de pie al forastero y dispuesto a marcharse.
— ¿Se va usted ya?— le preguntó.
— Ya he cumplido mi misión — respondió el desconocido— y necesito ir a dar cuenta exacta de lo que he hecho. Yo soy un enviado de Dios, y por su voluntad estoy en el mundo para informarme de cómo practican por aquí la caridad, que es la primera de las virtudes cristianas. He llamado a las puertas de muchos ricos, y en todas ellas se han negado a socorrerme; tú has sido la única que se ha apiadado de mi desgracia, siendo más desdichada aún que yo. Dios te premiará, no lo dudes. Dime lo que puedo hacer por ti; cualesquiera que sean tus deseos, se realizarán.
La Miseria se santiguó y cayó de rodillas.
— ¡Oh buen señor! Habéis de saber que cuando hago la caridad no me mueve interés alguno. Además, no necesito nada.
— Eres demasiado pobre para mostrarte tan generosa. Pide sin temor lo que quieras. ¿Quieres un campo que produzca abundante trigo, un bosque que te provea de leña? ¿Quieres dinero, honores? Habia, mujer.
La tía Miseria movió la cabeza y dijo con humildad:
— Puesto que lo exigís, obedeceré. Tengo en mi jardín un peral; los muchachos de la comarca vienen a comerse, cuando es tiempo, sus frutos, y a fin de evitarlo, me veo obligada a dejar de guardián a mi perro. Ya que es tan grande vuestro poder, haced que el que se suba a mi peral no pueda bajar sin mi permiso.
— Amén— dijo el huésped sonriéndose.
Y después de darle su bendición, desapareció. En lo sucesivo todo fueron venturas para la tía Miseria. Al llegar el otoño, el primer día que salió de su albergue la pobre andina, los chicuelos, incitados por la golosina y no pensando en el castigo que por su vicio iban a recibir, treparon al peral y se llenaron los bolsillos de peras; pero al querer bajar les fue imposible.
A su vuelta, Miseria los encontró colgados del árbol, y así los dejó algún tiempo para que escarmentaran. No hay que añadir que en lo sucesivo no sólo no volvieron a quitar al árbol sus frutos, sino que ningún habitante de la comarca se acercaba al misterioso peral.
Un día, hacia fines del otoño, que estaba tomando la Miseria el sol, oyó una voz qucjumbiosa que decía:
— ¡Eh, tú, Miseria, Miseria!
La buena mujer se puso a temblar de pies a cabeza, y Cutuche comenzó a dar aullidos lastimeros.
Se volvió y vió a un hombre largo, muy largo, delgado, muy delgado, amarillo y viejo, más que un patriarca.
Por la guadaña que llevaba, la Miseria reconoció a la Muerte.
— ¡Hombre de Dios!— le dijo con voz alterada.— ¿Qué busca usted aquí?
— Prepárate a seguirme, pues es a ti a quien busco.
— ¿Ya?
— ¡Me gusta la frescura! ¿Te pesa mi venida, cuando debías alegrarte, ya que eres tan pobre, tan vieja y tan enfermiza?
— Ni soy pobre ni soy vieja. Tengo pan y leña, que es cuanto necesito, y hasta la Candelaria no cumpliré los noventa y cinco. En cuanto a lo de enfermiza, ¡ya quisiera usted estar tan bueno y tan sano como yo!
— Mejor lo pasarás en la otra vida.
— Se sabe lo que se pierde en ésta, pero no se sabe con certeza si se ha ganado el cielo. A más de esto, mi ausencia entristecería a mi perro.
— Vendrá con nosotros. Vamos, que tengo prisa.
Miseria suspiró.
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