SENTADO AL BORDE DEL ANDÉN, Literatura

SENTADO AL BORDE DEL ANDÉN

El largo y penetrante chirriar de las ruedas en su lenta frenada, sin prisa alguna, producido por el roce metálico de las zapatas sobre las ruedas cesó y el convoy se detuvo suavemente.

Dispuesto a bajar, y preparado como estaba desde que el tren entró en el enmarañado cruce de raíles de cambios de aguja, se encontraba junto a la puerta del vagón, con el maletín de cuero y su paraguas, recogidos ambos en una mano, en lo que con la otra se asía a la barra instalada junto a la puerta, pues temía sentir en sus maltratados huesos una brusca parada.

Había estado observando, con mirada extraviada en el horizonte a través de los cristales, absorto en sus pensamientos, abstraído en unos recuerdos lejanos y añorados que pasaban lentamente ante él, al igual que el paisaje que no veía.

Las quietas columnas de hierro, estáticas y silenciosas, embutidas con sus pies de hormigón en el andén, pasaron igualmente ante las ventanillas y por delante de sus ojos sin advertir su presencia, siendo que serían las únicas que le darían el más grato recibimiento que por allí pudiera darle alguien.

Ellas, que día tras día, año tras año, hiciese frío o calor, se encontraban allí para recibirle a él y otros como él, o quizás aún más apesadumbrados si cabe, al igual que más entusiastas, con su frío silencio y vano abrazo, como amigas o parientes, familiares distantes e impersonales que no tienen palabras con qué recibir al allegado viajero.

Pensó en la casa, en cómo estaría, cómo se la encontraría este año al abrir la puerta y a cuantos moradores minúsculos, indeseados y peludos, de hocico puntiagudo e irsutos bigotes, tendría que exterminar o echar de ella para poder pasar tan solo quince días y tan solo precisamente: sin el grito apremiante de una madre; sin la voz arrulladora y sensual de una mujer y sin el llanto de un niño, ninguno de ellos olvidados. Todos ellos le perseguían allá donde fuere.
Machacones y pertinaces, aquellos rumores le horadaban su interior, llegando a lo más profundo de su ser, hasta la más recóndita molécula o el más diminuto átomo de su cuerpo, exhalando nostalgia por cada poro de su piel.

Bajó del tren pasando ante las impertérritas columnas que no se dignaron en darle su gélido abrazo de bienvenida. Ajustándose los botones del abrigo, se encaminó hacia la salida con la intención de tomar un taxi al punto. Se detuvo antes de traspasar la puerta, cabizbajo, con la mirada perdida en la profundidad de las juntas de las losetas del suelo y la mente en otro lugar, lo que le hizo reaccionar y desviar la vista del suelo, mirando a través de los cristales labrados de la puerta. No se veía taxi alguno en la parada. Allí nadie esperaba a nadie, como nadie le esperaba a él en la casa o en el pueblo.

Aún podría llegar a tiempo. Todo dependería de los horarios. Si lograba llegar antes de que ella partiera, tampoco haría el trayecto sola, aunque tenía mejor suerte que él, pues al menos habría alguien esperándola. Esperándoles a los dos, si es que llegaba a tiempo.
Se dirigió a la taquilla pensando en encontrarla ocupada por el viejo expendedor de billetes y así no tener que enfrentarse a una impávida y muda máquina expendedora que fallaba tan a menudo que minaba la paciencia de cualquier mortal.

Pidió un billete y el horario del próximo tren, con destino al lugar de partida. -En diez minutos lo tiene usted aquí, le contestó el hombre a través de la ventanilla, con voz ronca, cascada debido a su vieja costumbre de llevar permanentemente suspendida la toba de un cigarrillo en sus labios. Dio las gracias al empleado y éste en un gesto de acto reflejo, llevó sus dedos a la visera de su raída gorra de plato, asiéndola en un punto concreto, allá donde se advertía su lustre debido al repetitivo saludo a través de los años.

Acto seguido se encaminó decidido a tomar el paso de peatones, caminando sobre las traviesas colocadas en paralelo a los raíles y con la única compañía que el ruido producido por los tacones sobre las maderas. Pasó al otro lado de las vías, sentándose en el frío hormigón de una de las columnas, habitantes de los andenes de la estación.

Extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo de su abrigo y al tiempo que preparaba el encendedor miró su reloj. Aun le quedaban ocho minutos de espera. Prendió el cigarrillo e hizo una profunda aspiración del humo tranquilizador. Exhaló con fuerza todo el contenido de sus pulmones, mezcla de humo y vaho que se quedó observando, viendo cómo se perdía entre la fría bruma que se iba apoderando del espacio en su entorno.

AdriPozuelo (A. M. A.)