UNA NOCHE DE CAMINO A LA GRANJA...

UNA NOCHE DE CAMINO A LA GRANJA
(continuación)

Al llegar al borde del arroyo tenía que hacer la misma operación, pero ahora iban cargados los cajones y pesaban. ¿Cuánto pesarán con los huevos? –pensó, pues nunca se tomó la molestia de pesarlos y nadie se lo dijo nunca-. Se echó al hombro el primero y lo dejó al otro lado y así con el segundo, tras pasar las penalidades descritas a la ida, pero con el gravamen del peso que suponían sesenta docenas de huevos. Ya no sentía ni el frío ni el agua en sus pies. Volvió a por el carrito, lo elevó y cuando se estabilizó, cuando las piernas dejaron de trastabillarle, bajó el terraplén. La linterna daba ya menos luz que un grifo, y claro, pasó lo que no tenía que pasar.

Resbaló en uno de los cascotes del centro del arroyo, el cual mediría el ancho de una calle más o menos; se cayó al agua; se empapó; maldijo a quien sabe qué y a quien; se incorporó en medio del agua que le llegaba casi por la cintura -el casi era su culo que es el que cubría el agua- y a tientas y a ciegas, pues aunque la linterna no la había soltado de su boca, no alumbraba ya, palpó el carro, se encaramó en un cascote y tirando con rabia de él hacia arriba, haciendo acopio de todas sus fuerzas, lo estrelló contra el talud del arroyo.

Le daba ya igual si el carro se rompía y tenía que dejar todo allí. Ya iría a recogerlo quien fuese. “ ¿No tiene el “bigardo” del marido de la fí de pú de la Angelines un Desoto? ¡Pues que venga él a por ello!”. Todo esto no lo pensó, lo gritaba con toda la fuerza que su garganta y el resuello que le quedaba le permitían, al expeler el aire de sus pulmones. Dyc lo miraba extrañado y se puso a ladrar formando dúo con él, en un canto lastimero y de rabia.

Logró subir el carro, y comprobando que no tenía grandes desperfectos; se había roto, o desoldado, nada más que una de las barras laterales y otra aparecía doblada. Lo cargó todo de nuevo y acompañado de la musiquilla que se desprendía de su calzado y las ruedas del remolque a medias de inflar, la cual le era ya muy familiar: ¡chloff!, ¡chlaff!, ¡chloff!, ¡chlaff! Silbando “El puente sobre el río quai” emprendió la marcha.

Siempre silbaba. Tanto si estaba contento, por tanto era de alegría, como si estaba cabreado -como iba en ese momento-, como si estaba despachando en la tienda, ya que se le escapaba y sus jefas, lo mismo que Leandro el encargado, le recriminaban por ello, siempre silbaba. Por eso, el “bigardo” de Fernando le puso el mote de “el silbidito”. Él, en contra punto le puso el mote de “el bigardo” al marido de la jefa, pues era un hombre alto, delgado y de andares chulescos, así como las formas de expresarse. “El bigardo” se reía, se cachondeaba de él y eso no le gustaba en absoluto, “le llevaban los demonios”.

Cuando llegó a la tienda donde trabajaba, de donde había salido a las 8 de la noche, hora del cierre, aunque siempre se cerraba bastante más tarde, ya que si no iba al monte, tampoco llegaba a su casa antes de las diez de la noche, era ya cerca de la media noche. ¡Y eso por el camino más corto! Dejó el remolque detrás del “Desoto” en el garaje. “A ver si te lo cargas y el coche también”. Se dijo, y cogiendo su bicicleta se dispuso a irse a su casa, donde todos estarían durmiendo. Bueno todos no, pues siempre le salían a recibir varios gatos que tenían.

Al menos esa noche, como todas las que iba al monte, se acostaría antes de la una de la madrugada. Esta era la hora en que se acostaba la mayoría de los días, pues al llegar a casa cenaba y se ponía a dibujar y estudiar dibujo y pintura por correspondencia. Al día siguiente, claro que ya se acostaba siendo otro día, se levantaba a las seis de la mañana para continuar los estudios.

Cuando se acercaba al tablero de dibujo que apoyaba sobre la mesa, veía los estragos hechos con el lápiz sobre el dibujo, a consecuencia del sueño que tenía antes de irse a la cama semidormido.

Invariablemente, había un trazo que iba desde un punto del dibujo, hacia abajo del papel, salía por el tablero y finalizaba, formando una especie de caracola o rayajos, sobre la mesa. Borraba, rectificaba y seguía conformando los perfiles de columnas, capiteles y cornisas del Partenón, que era lo que estaba dibujando esos días sobre papel Canson, el cual sujetaba al tablero de aglomerado con cuatro chinchetas. Dibujaba y estudiaba hasta cerca de las nueve, que es cuando entraba a trabajar en la tienda, siendo, la hora de salida típicamente utópica.