Continuación
El niño empezó a ser el ayudante del campanero. Y a sentirse dueño de las campanas, envuelto en sus historias, ampliadas por su imaginación y por las campanas que siguieron llegando. Aprendió a conocer los metales que formaban los diversos tamaños de esos cuerpos sonoros. Había campanas de metales preciosos, de oro y plata, de metales nobles, de metales pesados y livianos: cobre, zinc, niquel, aluminio. Identificaba las resonancias. A veces corría junto con la brisa y pillaba el son en el momento de nacer, antes de ninguna repetición de ningún eco. Subió a partes difíciles, donde lo sujetaba la mano amiga del campanillero.
Las campanas tenían distintos colores, según el metal de que estuvieron hechas, según el tiempo, según la edad que les daba de pátina. Las menos pesadas se movían con el viento y emitían a veces juntas, a veces unas después de otras, según el vaivén de la brisa y su pasar entre los recovecos. ¡Qué bien se oían los sones en el aire transparente de ese pueblo nortino, subiendo hacia el cielo tan azul, sin nubes y esparciéndose por todos los ámbitos! Un día, cosa extraña, granizó, y las campanas sonaron desde fuera, con los badajos quietos, multiplicándose en tañidos sin eco. Los golpeteos del granizo llenaron el aire de sonecillos breves y murientes.

Las campanas llegaron a ser las mejores amigas del niño; sus confidentes. Les hablaba y el susurro de las respuestas solo él lo conocía y lo interpretaba.

Las campanas sin campanario: campanas de barcos naufragados y encontradas después, otras que se descubrieron en escondites donde se las había llevado por miedo a los enemigos, en las guerras, o de los ladrones que las querían robar por su valor metálico y no ritual. Había campanas que se reflotaron desde ríos y lagos, donde estuvieron sumergidas, producto de leyendas, porque a veces sonaron bajo las aguas por el reflujo de las corrientes y se creía que manos misteriosas las hacían sonar. No faltaban campanas de barco que fueron utilizadas para llamar a comer; campanas de colegio que avisaron la entrada y las salidas al recreo. Pero allí no estaban para responder a las tareas para las que fueron hechas. Eran libres, tocaban solas, por la brisa, por los movimientos, porque alguien las movía en cualquier momento, sin rutina, sin horario, sin deberes que cumplir.