LA GRAN TENTACIÓN, Literatura

LA GRAN TENTACIÓN

Cada día se me hacía menos llevadero el pasar ante ella y no tocarla. ¡Estaba tan tentadora! Con esa redondez; con esa piel tan brillante; con lo maciza que se la veía tenía que ser mía.

No podía ser de otra forma, pues aquello me mortificaba desde que la vi por primera vez y eso que aun era muy pequeña como para hacer algo con ella, al menos provechoso.

Mirando su exterior, cual vestimenta a rayas verdes y amarillas, pensaba en su sonrosado - ¿o sería rojo?- interior y me decía, me repetía, un día tras otro: ¡Tiene que ser mía, a esa la tengo que hincar yo el diente! ¡Vaya que sí, que la muerdo! Pues estaba para comérsela. ¡Y de una sola sentada! Sabía, que podía hacerlo.

Aquella noche me decidí y fui a por ella. Tras mirar a uno y otro lado, me aseguré que no había nadie y que desde la casa no me verían. Me acerqué a ella y sin algún rubor la palpé bien su piel, comprobando en aquél embriagador azote lo macizorra que estaba, lo a punto que estaba y me pareció que me decía, que me pedía con anhelo: ¡tómame, tómame!

Así lo hice. Sin ningún miramiento. Acuciado por las ansias de poseerla, la palpé toda su redondez para poder tomarla de la mejor postura posible, para no hacerme daño en la cintura. Tiré de ella hacia mí con decisión y noté su dureza en lo alto de mis piernas.

Colocándomela bien por debajo de mi vientre y toda vez que ya era mía, salí por piernas de allí, no fuera a ser que el señor Mariano me pillase tomando el preciado fruto de su huerto, ya que desde que era bien pequeña yo le veía con el cariño que la cuidaba.

Cuando salí andando de allí, el abultamiento que llevaba bajo el delantal, me oprimía de tal forma el bajo vientre, que se me hacía difícil poder andar, al tiempo que sentía su peso enorme en mis manos, las cuales llevaba con los dedos entrelazados para poder aguantarla y que no se me reventase en el suelo.

Cuando llegué a casa ya no quedaba nadie levantado, todos dormían a pierna suelta, pues algún ronquido que otro se oía.

Coloqué sobre la mesa, eso sí con sumo cuidado, con mucha delicadeza mi preciada prenda, me quité el delantal a rayas verdes y negras y me dirigí con decisión a la cocina.

Volví con el largo cuchillo en mi mano y me senté frente a ella. Sujetándola con mi mano izquierda, le asesté tal tajo en el centro que terminó de abrir sola. Había acertado, estaba madura, apetitosa. Me partí una buena lonja y me dispuse a degustarla.
¡Estaba divina! Como bien pensé, era roja por dentro.

AdriPozuelo (A. M. A.)
Villamanta, Madrid
12 de Julio de 2008