ME ACUERDO DE...:, Literatura

ME ACUERDO DE...:
(Continuación "Las condenas")

En una de las ocasiones en que se levantaba pidiéndonos silencio con el dedo sobre sus labios, previendo que pudiéramos dar aviso al despistado, lo pilló desprevenido, sin enterarse de lo que se le venía encima hasta que lo sintió.

Quizás el destino, o lo que fuese, quiso que en el momento de acercársele el “cuco” estuviese mirando la moneda que tenía en sus manos a la altura de la barriga y el golpe que dio contra el cristal lo diera con la frente, pues si lo da con la nariz, en vez de hacerse añicos, como así se hizo el cristal, hubiese sido su nariz la destrozada.

Senos, cornetes, vómer, toda la cavidad nasal podría haberse ido al garete, como incluidos los maxilares, haciendo que “escupiese dientes como pipas de sandía”, como dijo uno de los compañeros, y vaya usted a saber cuántos huesos más podría haberle roto, pues el muy bruto le dio tal pescozón que si le da con el canto de la mano le deja seco como a un conejo sacrificado para la cazuela. Tal bestia era.

--------------<>-------------

Las armas

Si te pillaba “de cotilleo con la vecina”, como él decía, lo primero que te ganabas era el "paquetazo". Esto no era otra cosa más que darte con un paquete que consistía en un mazo de papeles que había formado con un almanaque viejo, de los que había que ir quitando una hoja cada día y se colocaban en la pared.

Al menos contenía 365 hojas y su tamaño sería de 15x10x5 cm aproximadamente. Lo tenía bien apretado con cuerda de bramante, dándole varias vueltas cruzadas y lo lanzaba cuando veía que alguno estaba hablando y tenía vuelta la cabeza hacia el vecino del pupitre de detrás del suyo. Y, entonces… ¡catacrác! Hacía blanco con el paquete en el cogote del interfecto. Hay que ver qué puntería tenía el andoba.

La hoja de aquellos calendarios la quitaba don Vicente, o el pelota número uno indistintamente, todos los días; el “número dos” apuntaba en el encerado a los que hablasen cuando el profe salía de clase, como por ejemplo al servicio. Él no echaba moneda porque ya se sabe que el que manda, manda. A veces subastaba "el apuntador", pero claro, casi nadie pujaba y solía ser siempre el mismo.

El pelota número tres era un infiltrado en nuestro grupo –la verdad es que yo no sabía entonces qué era eso- y se le decía así porque el padre de uno de los nuestros le puso ese mote, sin saber quién era, ya que el profe siempre se enteraba de lo que hacíamos fuera del cole, incluso si lo hacíamos los sábados, los domingos y los días de “fiestas de guardar”. Como es de suponer, al principio no sabíamos su identidad, pero dadas las consecuencias, el padre de nuestro amigo dijo aquello: que teníamos un infiltrado en nuestras filas.

Por cualquier otra cosa, como un garabato en un cuaderno, un borrón, un agujero de tanto borrar, etc., te podía dar con la regla en las puntas de los dedos -aunque era en las uñas y con ellos juntos-, como darte con una vara flexible que tenía, semejante al bastón de Charlot.

Incluso nos hacía demostraciones como las que hacía el actor; lo flexionaba obligándolo contra el suelo, lo soltaba y cuando saltaba: ¡Ale hop! lo cogía en el aire; ¡pedazo de artista él! Al igual que si fuese El Zorro, te apuntaba y... ¡olé sus mengues! en una, o dos horas a lo sumo, tenías "la marca de aquél zorro" sobre la cara, o cualquier otra parte corporal, y durante unas cuantas semanas.

También podía atizar –pues nadie se lo impedía o se lo prohibía- con una correa de goma de un motor. La había cortado y llevando uno de sus extremos hacia atrás, lo había unido a cierta distancia con cuerda fina de bramante, de tal forma que pudiera usarse como asa del látigo en que la convertía. Con aquella correa me cruzó –literalmente- la cara.

Un día -cualquiera, pues no recuerdo la fecha en que fue- habíamos salido al recreo y nos fuimos a correr por fuera del recinto del colegio, cómo hacíamos de vez en cuando. Aunque el recinto era imaginario, ya que no le quedaba en alto nada del alambrado perimetral que lo delimitara en su día.

Tan sólo quedaban algunos postes de hierro en pie, pocos, limitándose a uno acá y otro allá, más los de las esquinas. Y ¡asombroso! las puertas existían –o subsistían- oxidadas y solitarias en medio de la nada, abiertas de par en par, ya que debido al óxido acumulado que tenían las bisagras, por la erosión y el desuso, no se podían mover.

La maya metálica estaba hecha una cuerda, de retorcida que estaba, y reposaba en el suelo, sujeta aún a los postes por abajo, e igualmente oxidada. Por algunos tramos la habíamos integrado en la tierra, pues era pisada y repisada diariamente, ya que “salíamos y entrábamos” al recinto por donde nos venía en gana, al no tener obstáculo físico que nos lo impidiera.

Para colmo, salimos por la puerta a correr unos cuantos kilómetros, teniendo que rodear el recinto para dirigirnos al comienzo del circuito que nos habíamos trazado de antemano.

Cuando regresamos estaban todas y todos, incluso párvulos, aún en el recreo, excepto nuestros compañeros de clase y el maestro. Nos miramos entre sí y nos encogimos de hombros, en gesto de extrañeza, mirando en todas direcciones por si veíamos a alguno. ¿Qué pasa, donde están los de nuestra clase? –nos preguntábamos-.

No podían haberse ido todos a correr por otro sitio y más improbable era que se hubiese ido con ellos D. Vicente, pues por allí tampoco estaba.

Estaban todos en clase, nos dijo uno de mis hermanos mayores, y que había sido "el Hermosilla segundo" quien se lo había chivado al profe. ¡Hombre ya sabíamos quién era el "infiltrao" que nos vendía y nos delataba; un compañero nuestro de correrías. No de todas, pues no era muy lanzado que digamos. Claro que, así se explicaba el que no secundara muchas de las nuestras, como la del maratón reciente por ejemplo.

Pero es que mira que éramos tontos, si era el hermano del "número uno", tanto de los de la clase como el de los pelotas.

Llegamos a la puerta de clase y llamamos. - ¡Que paséis! -nos gritó un compañero-. ¿Qué raro, no estará D. Vicente? -nos extrañamos-. Abrimos la puerta y como su mesa quedaba enfrente, y desde la puerta se veía toda la clase a nuestra izquierda, comprobamos que no estaba ni en su sitio ni por allí. ¡Qué confundidos estábamos!

La puerta se abría a derechas, quedando detrás de ella hueco suficiente para que abriera y no diera en la pared. Comenzamos a entrar de uno en uno, pues la puerta era de doble hoja, pero se abría solamente una de ellas.

Continuará