Pues aquí dejo unas vivencias de chavales en prosa...

Pues aquí dejo unas vivencias de chavales en prosa rimada.

La merienda

Era una tarde cualquiera de la década de los cincuenta, donde el año no importa, ni cuenta, aun para el caso que fuera, en que unos cuantos chavales, cinco, cuatro hermanos y un amigo por más señas, tras dejar las tareas cabales, deciden, como hacían algunas tardes, irse al barranco a jugar y también de merienda.

Preparan sus canteros de pan, quitándoles la miga, rociando por dentro de aceite, tomate, pimentón y sal, rica merienda se adivina, siendo que el aceite, además, es puro y virgen de oliva.

En sendas botellas de cristal ya que cantimploras no gastan, echan agua fresca del pozo; envuelven los bocatas en papel de estraza, y con alborozo, con mucho entusiasmo y gozo, meten todo en la talega, ya que el sueldo del padre para mochilas no llega.

Carga uno de ellos al hombro el talego, saliendo de casa luego, andando hacia la retama que hay al comienzo del campo, ya que esconden entre sus ramas las flechas y los arcos, pues debajo de la cama esconderlos no es caso, porque su madre al limpiar, con el preciado arsenal en ocasiones ha dado, se los hace añicos la mujer y se quedan desarmados.

Estos últimos que han hecho -me refiero a los arcos-, son buenos pues de fresno los han montado. Aunque las flechas también lo son, ya que el palo es recto y de cardo, lo que las hace ligeras y certeras como un dardo, añadiéndoles en la punta una piedra y alambre enrollado, quedando así completas, cual ligero venablo armado.

Al llegar al barranco, por el arroyo de Las Cárcavas formado, ven que hay cuatro chavales por sus aledaños jugando. Gritando suben la ladera y entre juncos y retamas bajan vociferando, dando trompicones con las piedras, a los matojos esquivando y junto al borde del arroyo, casi junto a las zarzas, frenando. ¡Estos están como regaderas! Comentan los recién llegados, en lo que a ellos se acercan.

¿De dónde sois? –preguntan los allí hallados- De aquí, ¿y vosotros? –contestan y preguntan a su vez los recién llegados-. De Madrid; hemos venido a casa de unos tíos y aquí..., estamos, jugando, a los indios. Pues a lo mismo nosotros hemos venido..., y a merendar, ya que estamos. Pues nosotros también. Y las presentaciones dejaron.

Tras un corto espacio de deliberaciones y un intercambio de ideas, deciden jugar todos juntos, dejando entre los juncos, y escondidas, todas las meriendas.

¿Qué tenéis en el pan? -quieren saber los madrileños-. Aceite, tomate, pimentón y sal. ¿Y vosotros? -contestan los pozueleños-. Mortadela, chorizo y patas fritas a la inglesa. ¡Pero no os vamos a dar! –dicen con recochineo los forasteros-. ¡Pues bueno! –cortan los otros-.

¿Y de beber qué tenéis? ¡Agua fresca del pozo, que hemos tenido que sacar nosotros! Pues nosotros tenemos naranjada, que no hemos tenido que comprar y en mi casa tenemos más, que compra mi papá.

Los del agua se miraron y sonrieron, sabiendo lo que todos ellos pensaban, que no era otra cosa que en cuanto se descuidaran, los cursis sin merienda se quedaban.
Se decide jugar al escondite, pues así lo decide la mayoría; cinco contra cuatro, los cuales querían seguir jugando a los indios y que los otros les dejasen los arcos y las flechas, pues ellos usaban lanzas, y mal hechas.

Echan a suerte de piedra en mano cerrada, cuál será el que la liga, siendo a uno de los hermanos al que le toca la cuenta. ¡No vale esconderse tras estas zarzas, ni por aquí cerca –dice el contador-, ni a mi alrededor!

Se colocó frente a las zarzas, ya que para hacerlo ante una pared, tendría que ser, al otro lado del arroyo y con los pies dentro del agua. Se tapó los ojos con las manos - ¡Pero sin mirar he! Le avisaron- y contó hasta noventa.

En lo que sus hermanos, entre los juncos cercanos se quedaban, los cuatreros –ya que cuatro eran- se van lejos, al no poder quedarse cerca.

Terminada la cuenta y la coletilla de: el que no se haya escondido que se esconda, que allá voy, salió en busca de los escondidos. Y claro, como era normal que sucediera, pues así tenía que suceder, los tres hermanos y el amigo se fueron salvando, y uno a uno le fueron chivando al de la liga, que los cursis se habían escondido lejos; ladera arriba.

Se dirigen los cinco hacia el escondrijo donde escondieron la merienda y abren de los otros la mochila, descubriendo dos cantimploras con naranjada y cuatro bocatas: dos de chorizo, dos de mortadela y dos bolsas de patatas; pero fritas. ¡Ah, y a la inglesa! Donde además de la marca, leíase una singular coletilla, haciéndole a los chicos tanta gracia, que se desternillaron de risa.

En las bolsas leyeron: “patatíbiris fritíbiris”, a lo que el más avispado añadió: para los “chiquíbiris de pozuelíbiris”. Y es que esto les vino al pelo, no fue para menos la cosa, pues bien que les dieron el camelo, al decirles que se escondan.

Tras vaciar la mochila, salieron de allí por piernas, en lo que la otra cuadrilla escondida por allí seguía; lejos, dónde no se sabía, pero sí ladera arriba.

Saltando por entre los juncos el quinteto corría, al tiempo que a voz en grito y al unísono decían: “patatíbiris fritíbiris para los chiquíbiris de pozuelíbiris”. Una y otra vez la letanía recién aprendida así repetían y sin volver la vista atrás. Aunque les hubiese de gustar, el ver la cara que ponían, los dueños de la mochila, al encontrarla entre los juncos y por demás, vacía.