¡Maestro Jesús!... ¡Amigo único de mi alma solitaria...

¡Maestro Jesús!... ¡Amigo único de mi alma solitaria y entristecida!...
¡Tú lo sabes!... ¡Tú lo sabes todo..., absolutamente todo cuanto vive y cuanto muere aquí en el profundo abismo de mi espíritu continuamente agobiado por el enorme peso de la vida!
¡Todo cuanto vive y cuanto muere cada día, cada hora, cada minuto!
¡Esperanzas que vienen y se van como olas rumorosas y acariciantes que humedecen las arenas por donde mis pies se deslizan, y huyen después a sepultarse en los abismos del inmenso piélago!...
¡Cuánto vive y cuánto muere dentro del alma, cada día, cada hora, cada minuto!
Afectos, promesas, amistades caducas y efímeras que vienen y que van co¬mo luciérnagas engañosas que se encienden y se apagan en las tinieblas de la noche, dejando al alma desolada, solitaria, sin luz y sin calor, sumergida en sombras siniestras, heladas y silenciosas.
¿Por qué es todo esto, Maestro mío?
¿Por qué estos abismos entre almas hermanas, entre viajeros que cami¬namos hacia un mismo punto final?
¿Por qué el alma tiene tanto frío, Maestro, y siente tanta soledad y se sumerge en olas inmensas de tristeza?
¡Yo sé que Tú, también, Maestro mío, bebiste a grandes sorbos la hon¬da tristeza de la vida terrena, y padeciste más que yo la incomprensión de los hombres, la inconstancia de sus promesas, la volubilidad de sus afectos y la pobreza de sus amistades semejantes a mendigas raquíticas y harapientas, siempre tendiendo la mano a la espera del mendrugo de la recompensa!...
Yo sé que Tú, Maestro mío, has sentido el dolor que fluye como un río caudaloso de esta palabra pronunciada por un amigo con quien habías par¬tido el pan: "no le conozco...; nunca vi a ese hombre".
Yo sé que Tú has sufrido la angustia profunda, como herida causada por un estilete fino y sutil, de escuchar con asombrados oídos, que aquellos que contigo compartieron el techo y el fuego del hogar paterno, decían con recon¬centrado disgusto: " ¡es un inútil, un hijo desnaturalizado, holgazán e insen¬sato, con locas pretensiones de apóstol que guía multitudes!..."
Yo sé que la traición y la ingratitud humanas te atravesaron el corazón de parte a parte, mucho antes de que la lanza de Longhinos te asestara aquel golpe final.
Yo sé que pasaste por la humanidad haciendo el bien y que la humani¬dad te colmó de tanta amargura, que su negro oleaje obscureció la luz de tu ra¬diante fe y exclamaste en pleno martirio:
“ ¡Padre mío!... ¿Por qué me has abandonado?”
¡Alma pura, inundada de tristeza, de Jesús sacrificado!...
¡Dame luz en la tristeza mía, que obscura es demasiado la noche de mi viaje por estas selvas, que se saben donde empiezan, pero no donde termi¬nan!...
¡Herido y solitario corazón de Jesús mártir! ¡Deja que escuche en mis hondos silencios tus latidos rítmicos y suaves como cadencias de tórtolas, porque ellos harán compañía a la soledad profunda de este corazón mío, herido también agonizante, esperando en vano el latido postrero que tarda aún en sonar!...
¡Lágrimas silenciosas de Jesús solitario, recogidas por las brisas tibias de las tardes galileas, o congeladas en las pálidas mejillas por los vientos de las noches invernales, decidme si al brotar de esos ojos sin malicia y sin peca¬do, erais perlas veladas de tristeza, o savia del alma desbordada en amor, o chispas de estrellas desprendidas por el éxtasis de internas visiones en horas de luz y de armonías!
¡Maestro mío!... ¡Maestro mío!
Las palabras que dijiste un día a aquella mujer que te amaba y que de¬rramó esencia de nardos en tus pies infatigables: "mucho se te ha perdo¬nado porque has amado mucho"; yo las transformo para Ti, Maestro, y transformadas las escribo al pie de esta confidencia de mi alma con la tuya.