VUELVE A CASA, VUELVE, "Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

VUELVE A CASA, VUELVE...

Dedicado a nuestros hijos repartidos por esos mundos de dios

Por José María Gómez de la Torre

Todos hemos visto y oído muchas veces en un anuncio “vuelve a casa, vuelve por Navidad”. Los que lo idearon no inventaron nada: tomaron la realidad de un sentimiento arraigado en la sociedad. A las gentes de mi generación nos enseñaron que las fiestas navideñas, con independencia de su significado religioso, constituyen un momento de reunión alrededor del tronco familiar. Claro que podría hacerse en cualquier otra fecha y que no necesariamente debería estar casi institucionalizado. Pero las cosas son así. Nos educaron en esa costumbre.
Y llegadas estas fechas en muchos hogares se percibe una triste sensación de vacío porque no va a llegar ese hijo que tuvo que emigrar para ganarse los garbanzos. Si leyera este artículo —cosa que evidentemente no hará— la ministra Bañez, tan ocurrente ella, me corregiría y diría que no es emigración, que «se trata de un fenómeno de "movilidad exterior" que hay que ver con naturalidad».
Con esa naturalidad tendré presentes en mis oraciones a la señora ministra, a su señora mamá y al resto de sus antepasados cuando mis pensamientos vuelen hacia ese hijo que no va a llegar a la cena de Nochebuena a causa del fenómeno de «movilidad exterior», propiciado por genios que creyeron inventar la pólvora e hicieron de nuestra economía juego de casino en el que amiguetes de quien mandaba se forraron jugando con cartas marcadas.
Claro que a lo mejor la ministra de la perpetua sonrisa tiene la ocurrencia de pensar que no hay mal que por bien no venga, al ver como cientos de miles de familias aprenden geografía a golpe de exilio (perdón, de movilidad exterior). Porque yo ahora sé que Isla Reunión no está en el Caribe sino al sureste de Madagascar, que es de origen volcánico y fue refugio de piratas; Federico ha repasado la geografía y la historia de Irlanda donde su hijo imparte clases; Marta puede situar perfectamente en el mapa Iquique, Antofagasta y el desierto de Atacama; y lo mismo puede hacer Luisvi; María Teresa se conoce al detalle el distrito universitario inglés donde su hija y su yerno trabajan en investigación; Pilar conoce mapa y clima de Canadá mejor que los del valle del Tietar; Manolo irá a fotografíar Rotterdam, donde su hija trabaja para la Shell; mi amigo Julián nos dejó cuando volvía de ver a su hijo en Méjico...
Y así más de medio millón de familias de jóvenes que han optado por la movilidad exterior, unos con cierta suerte y otros como Benjamín Serra, premio extraordinario de fin de carrera en las dos que ha hecho —además de un máster—, que trabaja en una cafetería londinense y dice que «parece ser que esos títulos solo sirven ahora mismo para limpiar la mierda que limpio yo en los aseos de la cafetería».
Seguramente Benjamín Serra y unos cuantos miles más también tendrán presente en sus oraciones de cada noche a Marina del Corral, secretaria general de Inmigración y Emigración, que ha dicho que la emigración de jóvenes españoles al extranjero no se debe a la crisis económica sino «al impulso aventurero de la juventud» y ha insistido en que debe valorarse como «esencialmente positivo» que los trabajadores españoles cualificados «hayan dejado por fin de ser "locales", para ponerse a la altura de los trabajadores cualificados de nuestros socios europeos». El citado Benjamín, con sus dos carreras y un máster, ha logrado ponerse a la altura del culo de nuestros socios europeos.
No sé si hay ceguera o mala intención en estas declaraciones. A la secretaria general de inmigración solo le falta decir que los subsaharianos que atraviesan 3000 kilómetros de desierto y luego intentan saltar una valla o cruzar el Estrecho en una patera es por el gusto de practicar deportes de riesgo.
Para remate, la exministra Mato dejó una herencia perversa a todos esos jóvenes que han cedido al «impulso aventurero de la juventud» para practicar la «movilidad exterior»: al cabo de tres meses se habrán quedado sin el derecho a la prestación sanitaria y, para recuperarlo cuando regresen a España, tendrán que comenzar el correspondiente proceso burocrático como nacionales sin recursos.
A lo mejor es irremediable que volvamos a ser un país de emigrantes.
Pero lo mínimo que podemos pedir a quienes nos gobiernan es que se callen y no nos falten al respeto. Que no nos cuenten que la salida de la crisis, con cinco millones de parados, está a la vuelta de la esquina. Sí. La de algunos sí: la de los que aumentan sus beneficios a costa de reducir salarios y la de los que se adueñan de servicios públicos para convertirlos en negocios privados con el apoyo de quienes están poniendo fin al estado de bienestar recortando derechos sociales y acallando las protestas mediante leyes mordaza.
Sí, a lo mejor es irremediable que volvamos a ser un país de emigrantes. No nos va a pillar por sorpresa. Tenemos tradición desde 1492.
Hoy ciertamente los que se van no son analfabetos que caminan con un hatillo al hombro para embarcar en un galeón en Sevilla. Ni arrastran las pesadas maletas de madera de los que embarcaban en Vigo para hacer las américas. Ni cargan con las de cartón piedra adornadas con cuadros escoceses de color beis sobre fondo gris con las que se iban a Europa en autobuses asmáticos o en vagones de tercera con asientos de listones de madera, a lugares de los que desconocían hasta el idioma. Hoy lo hacen con maletas con ruedas, viajan en Pullman, en Alvia o en avión (en compañías de bajo coste, claro) Y con un bagaje de títulos profesionales. Y, además de su cualificación académica, la mayoría tiene suficiente conocimiento de inglés para poder defenderse en casi todos los sitios.
Lo malo es que se van aquellos que deberían quedarse, porque como país hemos invertido mucho en ellos y son la esperanza de independencia económica del exterior y garantía de libertad interior; los que sabrían hacer útiles las posibilidades que ofrece la realidad del momento para asegurar un futuro de bienestar y progreso.
Para mí, lo peor es que en Nochebuena me va a tocar, como en años pasados, esperar por quien sé que no va a llegar.