Lo que sí aprendió a los diez años fue a recoger gavillas,...

Lo que sí aprendió a los diez años fue a recoger gavillas, a acarrear agua, a trillar. Y supo de la sed en los trigales, del picor del polvo de la paja y del calor del sol encima del trillo. Del trabajo infantil, que entonces nadie decía que era explotación.
Más tarde, cuando creció y fue haciéndose mayor supo de la explotación como jornalera y como mujer, que a las horas de trabajo de los hombres debía añadir las horas de trabajo de la casa, que debía hacer naturalmente por su condición de hembra de la especie humana.
Y no le alcanzaron los planes de liberación que se proponía llevar a cabo la república, aquella pobre república que tantas esperanzas levantó entre las clases más desfavorecidas, en la que tantas promesas se hicieron y tan pocas se cumplieron. Así siguió trabajando en el campo y en la casa, explotada por el amo y por los hombres de su familia, que ni siquiera tenían conciencia de aquella explotación a la que sometían a sus mujeres. Ni siquiera eran conscientes ellas mismas, que por educación y tradición lo encontraban tan normal, tan natural, inherente a su condición de mujer.
Aun así fue aquella una de la épocas más felices de su vida, porque fue cuando conoció a un joven albañil, que pasaba una y otra vez por la puerta de su casa, silbando o cantando para no pasar desapercibido y al que un día encontró en la fuente donde ella iba a buscar agua. Y entre bromas y veras se hicieron novios y se casaron la iniciarse el verano del treinta y seis.
Poco duró su felicidad, que al poco llegó la guerra, y por su condición de humilde familia jornalera fueron clasificados automáticamente como desafectos al régimen y tratados como vencidos enemigos de la patria cuando llegaron los nacionales. Nadie recordó a su hermano mayor, aquel que había ido a servir al rey en África y que no había vuelto de aquella absurda guerra, dando su vida por la patria que ahora trataba de traidores a los suyos.
Y su infelicidad tocó techo cuando su marido fue encarcelado y condenado a muerte por haber participado en la profanación de los santos de la iglesia del pueblo de al lado, que aunque pensaron en quemar los de la iglesia del propio, no lo hicieron, que la Virgen de la ermita era su patrona, y no se atrevieron con el Cristo de la parroquia porque la suegra del delegado de la CNT amenazó a su yerno con armar la de Dios es Cristo si se les ocurría hacerlo.
Lo cierto es que el Cristo fue quemado, pero fueron gentes de otro pueblo los que lo hicieron y ellos, una noche de juerga, sobradamente cargados de vino, se vengaron echando al pilón los santos de la iglesia de sus vecinos y escribiendo y pintando groserías y blasfemias en las paredes.
Y fue ella, sola o acompañada algunas veces por su suegra, quien durante cuatro interminables años, iba a verle, primero en el propio pueblo y después en el penal, para recoger su ropa sucia para lavarla y devolvérsela limpia, y para llevarle la comida de la que ella se privaba. E iba ella, y con ella otras mujeres, siempre mujeres, porque los hombres, que decían que con una mujer nadie se iba a meter, tenían miedo, y ellas, que también lo tenían, hacían de tripas corazón, e iban a asistir a quien las necesitaba, expuestas a lo que fuera.
Indudablemente en cualquier grupo social siempre hay algún miserable, y en las guerras, en que sale a flor lo peor de cada uno, se multiplican.
De un energúmeno de estos, jefecillo de los guardianes en los sótanos del ayuntamiento habilitados como cárcel, aguantó insultos y, lo que nunca dijo por la vergüenza que le producía, cacheos que eran sobos indisimulados de aquel cerdo babeante.