En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros...

En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios cosidos en bolsitas de brocatel, secretos para hacerse amar de todas las mujeres, reliquias de los santos patrones de todos los lugares de España, joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas de alquimia, de vidrio y plomo.

Cuando el conde llegó cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompañaba en la relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero comenzó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo estribillo.

El conde se acercó al grupo y prestó atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el título de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según había enunciado el cantor antes de comenzar, el romance se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar permaneció inmóvil escuchando esta cántiga:

La niña tiene un amante
que escudero se decía.
El escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
<>
<>
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
Mal haya quien en promesas de hombre fía!

II

El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
Ella, que le ha conocido,
con grande aflicción gemía:
<< ¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!>>
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

III

Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
<>, dice.
<>
<
donde encontrarte solía.>>
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

IV

Muerta la llevan al soto;
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no le cubría:
la mano donde un anillo que le dió el conde tenía.
De noche, sobre la tumba,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!

Apenas el cantor había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó a donde se encontraba el romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:

- ¿De qué tierra eres?

-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.

- ¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.