Continuación....

Continuación.

Estoy contenta de ti. Estoy satisfecha. Tu abuelito te ha dado muy buena crianza. Pero hablando con franqueza, bien es menester que tenga yo todo el valor que tengo para fiarme, como me he fiado, de un mozuelo como tú, y para venirme sola con él y sin amparo ninguno a un sitio como éste, cuya soledad aterra. Ya ves tú... Ahora serán las doce del día. La tranquilidad y el silencio de estas horas y en estos lugares son casi tan medrosos como la tranquilidad y el silencio de la media noche. No parece sino que tú y yo estamos solitos en el mundo, o por lo menos que no viven en él seres humanos y de bulto, prójimos nuestros, sino pajarillos que cantan y que no saben ni entienden lo que nosotros somos ni lo que hacemos. Declaro que si yo no estuviera tan segura de mí y de ti me arrepentiría de lo hecho como del más osado y peligroso disparate.

_Pues mire su mercé, señá Nicolasa, bien hace en no arrepentirse y mejor aún en no creer disparate lo hecho. Ya me recomendó el abuelo que me portase bien. Y no era menester que me lo recomendase. Yo soy quien soy, y conmigo va su mercé como bajo un fanal.
_Lo sé, lo veo, hijo mío _replicó la viuda_. Tú eres de los que no hay; algo de extraño y que no se estila. Y sin embargo... a pesar de tu excelente condición... ¿quién sabe?... ni aquí ni a mucha distancia de aquí hay criaturas de nuestra casta. Pero ¿podremos afirmar que en torno nuestro, sin que nosotros los veamos ni los sintamos, no haya duendes o diablillos traviesos que nos hablen al oído y nos infundan malos pensamientos?... Si he de confesarte la verdad, yo tengo miedo. Y no temo por ti ni por mí, si, naturalmente, seguimos siendo como somos. Temo por el misterio que nos rodea y en el cual tal vez se esconda no sé qué brujería o hechizo.

_Pues nada, señá Nicolasa, sosiéguese usted y no tema. Aquí no hay diablo ni duende que valga. Contra todos ellos, si los hay, me defenderé yo y defenderé a su mercé, y su mercé y yo seguiremos siendo los mismos que antes, sin trastorno ni encantamiento.

Hubo una larga y silenciosa pausa. Luego exclamó la viuda:
_Quiero suponer, hijo mío, que tú a despecho de tu buen natural, movido por un poder irresistible, te atrevieses ahora a perderme el respeto. ¡Qué apuro el mío! ¿Qué recurso me quedaba? Tú tienes mucha más fuerza que yo.
_ ¡Por los clavos de Cristo, señá Nicolasa! No se aflija su mercé ni me aflija suponiendo cosas indignas e imposibles.
_Y con tal de que no sean, ¿qué importa que yo las suponga? Supongámoslas, pues. ¿Qué haría yo entonces?
_Toma _contestó Blasillo_, gritar, que alguien acudiría.
_Pero muchacho, ¿quién había de oírme, si estoy algo ronca y tengo la voz muy débil?

Sobrevino otro largo rato de silencio. Luego dijo Blasillo:
_Aunque fuera su mercé muda, señá Nicolasa, y aunque viniese a tentarme una legión de demonios, en este desierto y a mi vera estaría su mercé tan libre de todo peligro y de toda ofensa como si se encontrase en medio de la plaza de nuestro lugar a la hora del mercado.

La señá Nicolasa se mordió los labios, hizo una ligera mueca, no se sabe si de satisfacción o de despecho, y calló durante largo rato, como sumida en profundas meditaciones.

_Quisiera dormir un poco, _dijo por último.
_Nada más fácil, _contestó Blasillo.
Y sin añadir palabra, trajo la manta y los almohadones de las jamugas, los extendió en el suelo, preparando cama para la viuda y la invitó por señas a que se tendiese y durmiese. Luego añadió:

_Yo me retiraré para que quede su mercé a sus anchas, no sienta ruido y duerma tranquila y a gusto.
_Oye, hijo mío, no te vayas muy lejos, que tendré miedo si me dejas sola.
_Pues está bien. No me iré muy lejos.
Acostóse la viuda, pero se cuenta que no se durmió, aunque cerró los ojos y pareció dormida, y durmiendo, tan bonita o más bonita que despierta.

Pasó más de una hora. Blasillo, desde el punto no muy distante a donde se había retirado, acudió de puntillas a ver si la viuda estaba aún durmiendo. La vio dormir, se detuvo inmóvil, mirando, mirando, reprimiendo el aliento, y se retiró para no despertarla. Siete u ocho veces repitió Blasillo la misma operación. No hacía más que ir y venir.

Cada vez llegaba más cerca de la mujer dormida. La última vez, queriendo sin duda verla mejor y más despacio, se hincó de rodillas y se aproximó tanto a ella que, si hubiese estado despierta, según sospechamos, aunque no nos atrevemos a asegurarlo, hubiera sentido la respiración de Blasillo sobre su rostro y agitando los negros rizos de sus sienes, y hasta hubiera recelado que la boca de Blasillo iba al cabo a salvar la distancia cortísima que de la boca de ella la separaba.

Pero no hubo nada de esto. Blasillo se retiró de nuevo. Y entonces, en el supuesto siempre de que la viuda pudiera estar despierta y fingir que dormía, la viuda hubiera podido oír un tenue y larguísimo suspiro.
Al fin la viuda se recobró del sueño, fingido o verdadero, volvió a montar en su mulo, aupada por el respetuoso Blasillo que la levantó en sus brazos, y en gran silencio y sin otra novedad que merezca referirse, llegó a Córdoba aquella misma noche.

La señá Nicolasa tuvo tan buena suerte y estuvo tan hábil, que en menos de cuatro días despachó cuanto en Córdoba tenía que hacer. Blasillo con sus mulos, la aguardó en una posada, según ella lo había exigido.
Y luego que ella lo dispuso, Blasillo la acompañó y la llevó desde Córdoba al lugar en la misma forma y manera en que hasta Córdoba había ido.
Hubo, no obstante, una notabilísima diferencia al volver.

La señá Nicolasa se mostró a la vuelta más entonada y seria que a la ida. Al merendar en el sotillo, a la margen del arroyo que promediaba el camino, habló poco. No recordó sus pasados recelos y temores, no los tuvo otra vez y no quiso dormir o fingir que dormía.

Por esto y porque los mulos, atraídos por la querencia, parecían tener alas y picaban prodigiosamente, el viaje de vuelta fue mucho más rápido que el de ida, y pronto se encontraron en el lugar los dos viajeros.

Cuando al otro día fue la señá Nicolasa a ver al tío Blas para ajustar cuentas con él y pagarle, se entabló entre ellos el siguiente diálogo:
_Estoy muy agradecida, tío Blas. Su nieto de usted es un santo. Se ha portado muy bien conmigo. Me ha cuidado mucho y no me ha perdido el respeto. Estoy muy agradecida.

Lejos de mostrarse el tío Blas satisfecho de lo que la viuda le decía, la miró fosco y enojado y le dijo:
_Pues yo, señá Nicolasa, no estoy agradecido ni mucho menos. Lo tratado fue que el niño no había de perderle a usted el respeto y no se le ha perdido; pero no fue lo tratado que usted había de hacerle perder el juicio. Y usted se lo ha hecho perder con mil retrecherías, de las que él no me ha hablado, pero de las que yo sospecho que usted se ha valido. El muchacho ha vuelto medio tonto. No come, ni duerme, ni habla, ni ríe. Está como si le hubieran dado cañazo. Si así paga usted que el chico no le perdiese el respeto, más le valiera habérsele perdido.

La desalmada viuda, en vez de afligirse al oír aquellas quejas y al saber la cruel transformación que se había realizado en Blasillo, no acertó a disimular su alegría y dijo al tío Blas:

_Tío Blas, yo me confieso culpada. He provocado a Blasillo. Prendada de él, he dicho y hecho diabluras procurando que me pierda el respeto. No me le ha perdido, pero en cambio yo he perdido el juicio por él, y ahora, aunque usted rabie y se enoje, me alegro de saber de boca de usted lo que yo sospechaba ya, que él también ha perdido el juicio por mí. Pero esto tiene fácil y pronto remedio. Si Blasillo me perdona los seis o siete años que tengo más que él, y si no forma mala opinión de mí por lo desenvuelta que anduve en el sotillo, y si entiende, como entienden todos en el lugar, que nadie me ha tocado el pelo de la ropa sino mi difunto marido, que buen poso haya, acudamos al cura para que nos cure y para que sin perderme el respeto, él y yo recobremos el juicio que ambos hemos perdido. Aquí está mi mano. ¿Querrá Blasillo tomarla?

_ ¡Pues no ha de querer, señá Nicolasa, pues no ha de querer!
Y el tío Blas, muy contento, se desgañitaba gritando:
_ ¡Blasillo!... ¡Blasillo!... ven acá, muchacho.
A las voces acudió Blasillo, que por dicha estaba en casa. El tío Blas le dijo:

_Mira hombre, aquí tienes a la señá Nicolasa. Hazme el favor y hazle el favor de ser ahora menos respetuoso con ella que durante el viaje y plantifícale media docena de besos en esa cara tan hermosa, donde ella está deseando que se los des. Si con esto le pierdes un poquito el respeto a la señá Nicolasa y cometes un pecado, ya el cura te absolverá, la absolverá a ella y os echará a ambos las bendiciones.

Blasillo no se hizo de rogar. Arremetió con la viuda, ya sin la menor timidez, le dio muchos más besos que los que el abuelo le recomendó que le diese, los recibió de ella en inmediato pago, y con el mismo brío y facilidad con que había levantado a la señá Nicolasa para subirla en el mulo, la levantó en el aire y la brincó y la chilló como preciada y queridísima prenda suya. La señá Nicolasa se reía de gusto, cerraba los ojos como si fuera a desmayarse y se alegraba de todo corazón de que Blasillo no le hubiese perdido el respeto, a fin de ser pronto toda de él con respeto y con todo.

Juan Valera.