TAN SOLO DOS DÍAS, Literatura

TAN SOLO DOS DÍAS

Era lo último que echaba al carrito de la compra. Antes de depositarlo en él, oyó la canción grabada por sus hijas en el móvil, advirtiéndole de una llamada. Al abrir la tapa vio que era su madre, contestándola en el tono y con la pregunta como solía hacerlo:
–Hola madre, ¿qué hay? Ella le contestó, pero su voz no se oía como siempre y su tono tampoco.
La voz sonaba como estropajosa, como cuando se tiene la boca seca, como anestesiada por haberla extraído una pieza dental o cuando se tienen los labios inflamados por cualquier causa. Además, el tono era apagado, tranquilo, como si denotase resignación por alguna situación irremediable, a pesar de que ella, cuando hablaba con él por teléfono, lo hacía tranquila y pausadamente. Notó que algo raro, algo anómalo sucedía, por todos esos añadidos a su serena voz.
- ¿Hijo, ¿dónde estás?
-En Navalcarnero comprando, ¿pasa algo?
–Ven en cuanto puedas que me he caído hace una hora y he llegado ahora al teléfono, a rastras, y no puedo levantarme.
– ¿Pero, estás muy mal? ¿Qué te pasa, tienes algo roto? ¿Te has herido? ¿Llamo a una ambulancia en lo que voy para allá? Le respondió atropelladamente a la madre, sin apercibirse de que eran demasiadas preguntas seguidas, pues a la vez pensaba que algo malo le había pasado a su madre, al tiempo que pensaba si no sería mejor salir corriendo y dejar allí el carrito del supermercado, lleno como estaba.
–No, no hace falta, solo me he roto un diente.
-Vale, tranquila, voy enseguida. Llamaré a Selene -su hija de 15 años, la más pequeña, de sus siete hijos- para que baje y te ayude en lo que yo llego.
–Tranquilo, pero no corras con el coche por esa carretera.
Cortó la comunicación apenas dándole tiempo a escuchar la última frase y acto seguido llamó a su hija para decirla lo que había sucedido, pidiéndola que bajase a ayudar a su abuela en tanto que él llegaba, pues ya había terminado de comprar.
–Lo malo es que las llaves las tengo yo y no sé cómo vas a entrar.
–Salto por la valla, como la puerta de casa siempre la tiene sin echar la llave, no me hace falta. Le contestó su hija.
Tras advertirla que tuviese mucho cuidado y que si no podía entrar llamara a la vecina para que la dejase una escalera, se encaminó hacia una caja, al comprobar que tan solo se encontraba allí su cajera correspondiente, pues había decido que de haber algún cliente esperando, haciendo cola para pagar, dejaría el carro tal cual y donde estaba.
Pagó las compras que había realizado para la cena y la comida de la noche y el día de Reyes, ya que por la mañana no había podido realizarlas. Lo metió todo en el maletero del coche y bajó prudentemente todo lo rápido que la carretera admitía. La carretera no admitía velocidades por encima de los 90 km hora; él, en algunos tramos iba por encima de esa velocidad y en alguna recta llegó a alcanzar los 130 km/h.
Según conducía iba pensando: – ¡Una hora! Si hubiese pasado por su casa antes de ir a comprar, la habría encontrado en el suelo y la hubiese ayudado. O ni siquiera eso, seguramente ni se habría llegado a caer si la hubiese echado una mano en lo que fuese que estuviera haciendo.
Pero, ¿Quien iba a pensar que algo de esto podría haber sucedido, como para pasar por su casa antes de subir a comprar, si ya había pasado por la mañana para tomar nota de lo que quería? –siguió lucubrando- ¿Por qué no habría subido por la mañana a comprar, ya que eran cosas necesarias para esta noche? Pues, porque precisamente por el día que era, tuvo que hacer un sin fin de cosas, ya que estaba solo en casa al estar todos trabajando.
Por otro lado, la había dejado bien, como todos los días cuando pasaba por su casa, tuviese que llevarla algo o no, para ver que tal estaba y estar con ella un ratito de charla. Pero, ahora que lo pensaba detenidamente: ya la había notado más nerviosa, más excitada de lo normal y como con pensamientos en otra parte, desde hacía unos días.
Claro que en las fechas que estaban, y aunque todos sus hijos la habían felicitado las Pascuas, era casi normal que estuviese así, puesto que su hijo mayor, quien no la hablaba debido a una tontería y posterior cabezonada, la cual se había alargado ya 9 años, hacía poco que había vuelto a, digamos a hablarla, aunque no fuesen más que sonidos guturales los que salían por su garganta, cada vez que decía simple y llanamente hola a su madre. Esta relación se había reanudado gracias a su nuera y no al hijo.
Los otros, cuatro hijos más, la veían de vez en cuando últimamente, apenas desde hacía un año, pero cada vez que iban a su casa tocaban un tema que, tanto a ella como a él, los sacaban de quicio como decía la abuela. El culpable de esos reencuentros, no era otro que el maldito dinero de la herencia de sus padres. – ¡Y eso que no me he muerto aun! –decía la abuela-.
Además de la hipotética herencia, estaba el dinero que iba a recibir la buena mujer, por la muerte del menor de sus hijos, a consecuencia del síndrome de la colza, pues había fallecido siendo soltero y no tenía ningún hijo legítimo, que se supiese. ¡Y lo malo, es que días antes de la Navidad habían vuelto a la carga con el tema! Se lo dijo a él esa noche, la Nochebuena. Al verla preocupada la preguntó el motivo y aunque al principio no le dijo nada, al final habló del tema como ocurría siempre; al final –decía él-, siempre se descarga.
Se lo fue diciendo durante el trayecto que media desde su casa a la de ella, después de cenar en su casa, en compañía de su mujer y sus hijos –nuera y nietos de ella-, como así hacía ya varios años, pues no quería ir a la casa de ninguno de sus otros hijos, ni tan siquiera por esas fechas. Le decía que volvía peor que se había ido. –“Me vuelven tarumba”, decía la pobre mujer.
Metido de lleno en estas cavilaciones, llegó al patio del recito urbanístico donde vivía su madre, dirigiéndose por el pasillo medianero de las casas, tras bajar aceleradamente del coche. Salió corriendo como pudo -“a trancas y barrancas”, decía él, debido a su prótesis de cadera-, acuciado por la incertidumbre del estado en que se encontraría su madre.
Legó a la casa y al entrar vio a su hija, que con fregona en mano recogía y limpiaba del suelo el rastro de sangre que había dejado su abuela; desde el baño hasta la mesita donde tenía el teléfono, en el salón, y junto a la cual se encontraba sentada en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda apoyada en el sofá contiguo.
Apenas habría 5 metros de distancia y había tardado una hora en recorrerlo. Claro que había tropezado a mitad de camino cuando se dirigía al baño, llegó hasta allí pero al no poder ponerse de pie, ni siquiera cogiéndose al lavabo, se volvió hacia el salón para llamarle por teléfono, como así se lo explicó ella unos instantes después, al preguntarla como había podido sucederla, lo que hubiese sido, tras verla a ella y todo aquello ensangrentados.

CONTINUARÁ

AdriPozuelo (A. M. A.)