EL PAQUETE...

EL PAQUETE

Esto es pan comido, se dijo. Llevaba muchos años haciendo este tipo de trabajos y no había fallado nunca. Desde su posición veía todo perfectamente, aun sin los prismáticos. Su paquete, al cual debía despachar y como siempre, discretamente, se encontraba leyendo, sentado en un banco del parque que se extendía unos metros más abajo de donde él estaba.
Se encontraba al borde de una de las ventanas del piso del que le habían dejado las llaves, junto con las fotos y el encargo, en un apartado de correos. El piso estaba ubicado en una torre frente al parque, en la décima planta.
El paquete se encontraba enfrascado en la lectura de un libro, ajeno por completo a lo que se estaba fraguando contra él, allá en la torre que tenía de frente, al otro lado de la valla del parque. Vestía un pantalón color crema y un jersey rojo con el cuello abierto en pico, por donde se podía ver una camisa de un blanco impecable; unas gafas con cristales oscuros protegían sus ojos.
Su atención a la lectura y concentración en las líneas escritas tan solo era aparente. Para cualquiera de los que merodeaban a su alrededor: unos niños jugando con una pelota; otros paseando en bicicleta; unos pequeños sentados haciendo montoncitos de hojas mezcladas con arena; unas madres paseando y empujando cochecitos de bebé otras; el globero con su manojo de cuerdas en una mano, sujetando unos globos que querían escapar de él y los paseantes variopintos que pululaban en el parque a aquellas horas, esta atención habría sido real.
Por el contrario, él no podía estar concentrado. No podía permitir darles el gustazo de que le vieran muerto, fuera de circulación, los que pretendían quitarle de en medio desde hacía días, para evitar que declarase como testigo de cargo sobre los indeseables de la agencia, los cuales se habían encargado de poner a su mujer y a su hijo bajo una losa. Que tenía que perder la vida, ya la perdería, pero después de declarar y verlos acusados, convictos, y confesos a ser posible, y sentenciados a muerte según las leyes de su país.
Podrían matarlo después, pero solo después, podrían hacerlo y eso si no lo hacía él antes, pues su ánimo era de unirse a los suyos, allá donde pudieran estar, ya que aquí no le ataba nada ni nadie más.
El sicario comenzó a montar el rifle pieza a pieza: enroscó el silenciador a la boca del cañón, cargó la recámara con una bala de carga hueca -siempre le había bastado con una-, colocó el visor telescópico en su montura y apuntando hacia un punto cualquiera del exterior, accionó en las torretas de ajuste, comprobando el campo de visión. Quedando satisfecho, amartilló el rifle dejándole listo para disparar.
Se arrodilló junto al antepecho de la ventana y colocó los codos sobre el alféizar, la mano derecha en la empuñadura, el dedo índice contra el gatillo, sujetando el arma sobre la mano izquierda. Se la llevó hacia sí, acoplando la culata por delante de su hombro derecho, contra la unión de la clavícula con la cabeza del húmero. Ladeó la cabeza para poder ver a su objetivo a través del visor, pegando a éste el cristal de culo de vaso de sus gafas y...; no vio con claridad a su presa. Solo veía una mancha roja, distorsionada, de lo que podría ser el suéter del paquete que tenía que despachar discretamente.
Se quitó las lentes y acercó el ojo al visor. Manipuló las ruedas estriadas de las torretas, hasta conseguir ver a través del cristal del visor la mancha roja del jersey. Abrió un poco el campo de visión, para poder distinguir y constatar, que más arriba, se encontraban las dos pequeñas manchas, correspondientes a los cristales de color oscuro de las gafas, los cuales formaban parte de la esfera oscura, que pertenecía, seguramente, a la cabeza. Por debajo quedaba la pequeña mancha clara que debía corresponder al libro y las manchas laterales a las manos de su objetivo. Llevó de nuevo el dedo hasta el gatillo y comenzó a presionarlo suavemente. Lo llevó hasta el final y del rifle tan solo se oyó un ligero clic metálico, producido por la aguja del percutor golpeando el cebo del cartucho.
El hombre del jersey rojo, sentado en el banco escuchaba y miraba por encima de las gafas, como un niño en ese momento decía al globero que quería el globo rojo con una cara dibujada. La madre lo trataba de persuadir, debido a lo ridículo y el tamaño del globo, pues estaba decorado con muy mal gusto, al haberle pintado los ojos y los cabellos oscuros, conjuntando con una boca feísima, de color blanco, a modo de cara de payaso; pero el niño seguía insistiendo, ya cercano a darle una pataleta. Las lógicas de los mayores siempre serán ilógicas para los niños.
El desviar la vista de la lectura para mirar en aquella y todas direcciones, estaba motivado por el hecho de que en más de una ocasión, habían tratado de desviar su atención, con la intención de que bajara la guardia, cogerlo desprevenido e intentar liquidarlo.
En ese instante, el globo rojo primero, y casi al unísono todos los demás, se esfumaron con una fuerte y ruidosa explosión, dejando en el aire pequeños trozos de caucho de colores, cual lluvia de confeti, y un olor acre y desagradable debido a la mezcla del gas de los globos, con la pequeña carga explosiva de la bala.
Cerrar el libro; echar un vistazo a su alrededor; ver la torre frente a él, allá, al otro lado de la valla del parque, con una sola ventana abierta y la figura de un hombre, el cual, en esos momentos desaparecía hacia el interior llevando un rifle en ristre salir, fue todo un mismo movimiento. Como si un resorte le hubiera levantado de su sitio, se alzó sobre sus pies y salió corriendo del parque en dirección a ninguna parte.
¿Pero esta canalla no va a respetar ni a la gente inocente? Se preguntaba en su huida debido a lo que podía haberle ocurrido a las gentes del parque y a lo ocurrido a su familia. ¿Cuándo terminaría todo? ¿Cuándo? Pues su fuerza de voluntad estaba llegando al límite.
Desde lo alto, el sicario vio como unos globos salían hechos pedacitos por el aire y como su presa se levantaba y salía corriendo alejándose del parque y, por tanto, salvándose de la muerte segura que le había estado acechando una milésima de segundo antes. Sabía lo que eso quería decir, lo que la salvación y huída de su víctima significaba. Estaba seguro de lo que le pasaría cualquier día, mañana, pasado, hoy mismo inclusive. En este negocio, este tipo de fallos no se perdona y menos cuando de gente poderosa se trata.
Sabía que no podría esconderse en ningún sitio ni país, pues era demasiado famoso en el mundo en que se movía, como para poder pasar desapercibido y que pudiera vivir en paz los pocos años que pudieran quedarle por vivir. Todos sabían que era el mejor en su profesión, a la cual llevaba dedicada toda una vida. Pero también sabía que había gente nueva, joven, y no como él con cerca de sesenta años a sus espaldas –por muy bien conservado y “en forma, que él se creyera- y que seguramente sería uno de ellos el que se encargase del paquete en que había pasado a ser él ahora mismo, como así lo hizo él en otro momento con otros.
En verdad que ya había vivido bastantes años, dedicándose a lo que se dedicaba, y bastante bien por cierto. Todo lo que poseía, debido a las ganancias de sus trabajos bien pagados, lo tenía legado en testamento a sus sobrinos, pues sabiendo el riesgo de su profesión, había decidido no casarse nunca.
Abrió la recámara del rifle, metió una bala de carga hueca y accionó el cerrojo. Acercándose la boca del cañón a la suya, deslizó el dedo en el gatillo, llevándole hasta el tope bruscamente. Oyó un clic nada más.

Este relato me lo inspiró la Torre de Valencia, estando en El Retiro. Estaba yo sentado en un banco junto al estanque, de frente al monumento a Alfonso XII, y vi la torre al otro lado de la estatua ecuestre, pero allá en la lejanía. Me quedé mirando a una y a otro y pensé que desde allí sería muy fácil llevarse -volar- la pétrea cabeza de un certero tiro.

No es porque tuviese o tenga algo en contra de aquél señor, no, que eso es otra cuestión, es simplemente, que la imaginación no para. Y muchas veces me digo: ¿Discurriendo continuamente ahuyentaré al "alemán"?