Churrería en la que trabajé unos años, ...

Churrería en la que trabajé unos años,
en el barrio de La Estación,
en Pozuelo de Alarcón,
Madrid

Carmen, me ha gustado la "carta abierta" a tu profesora. Ojalá hubiera tenido yo alguno de mis profesores así; tanto las "seños" de párbulos, como algún maestro de "medianos" o "mayores", si no como ella, parcidos. Ya dejaré en otro momento un relato muy largo que tengo escrito de aquella época, ahora que lo tendré que poner en varios post, pues es bastante más extenso que el de arriba, que he tenido que ponerlo en dos porque no lo admitía completo.

Dejo aquí uno de la churrería, de la época en que estuve de churrero por las mañanas y también camarero por las tardes. De churrero repartidor comencé a los nueve años y de camarero a los trece en la misma, haciendo doblete; mañana y tarde; domingos y festivos, hasta los de navidades.

ANÉCDOTA DE LA CHURRERÍA

Cuando contaba 13 años y hasta los 19 -ahora ya tengo tantos que ni me entretengo en contarlos-, estuve trabajando de churrero en un despacho por las mañanas, donde también hacía de camarero los sábados y festivos por la tarde. La churrería se encontraba en el Barrio de la Estación de mi pueblo, siendo su propietaria la señora Abelina.

Servía bebidas calientes: chocolates, cafés con leche y leche sola, ya que también había clientes que la consumían así y no creo que fuese por aquello de que no es bueno mezclar bebidas. Todo esto, normalmente lo acompañaban con porras y, o, churros recién hechos; vamos, calentitos.

Había un cliente fijo de fin de semana y días festivos, o de fiestas de guardar, que es como se les decía entonces. En invierno, e invariablemente, vestía con el mismo traje a rayas gris oscuro y marrones, no sabiendo si era de un color u otro, adornándose con estrecha corbata oscura –no definiéndose algún color en concreto- sobre camisa blanca de cuello falto de plancha y de alguna refregada que otra con jabón.

Se cubría con gabardina color crudo, o natural, rodeando el cuello con una bufanda de color beige, que le embozaba hasta por encima de la nariz, la cual se iba desenrollando según entraba por la puerta, usando guantes negros de lana para proteger las manos del frío.

Los pies los protegía con calcetines gruesos de lana, con unos dibujos que nunca llegué a saber qué representaban, cubriéndolos con zapatos negros de cordones. Raro era el día que no llevaba uno desatado, el cual ataba nada más sentarse en la silla frente a la mesa; a “su mesa”.

En verano usaba pantalón marrón y camisa clara –de color azul-, a rayas dobles, unas más anchas que otras, las que al cruzarse formaban cuadros grandes. Calzaba mocasines marrón claro y no usaba calcetines.

Este hombre, procuraba sentarse siempre en el mismo sitio. Si estaba ocupado, esperaba hasta que quedase vacío para sentarse. Aunque era un poco retrasado -esto apenas se le notaba si no hablaba, o no te fijabas mucho en el grueso labio inferior algo descolgado-, en cambio para buscarse un buen sitio fue muy listo.

Si era invierno, se sentaba junto a la estufa de carbón y así estaba calentito. Aunque yo diría que se torraba, ya que la cara se le tornaba de color bermellón. Se aposentó de aquél lugar como si de una plaza conquistada se tratase.

Si era verano, por supuesto la estufa ya no se encendía, pero esto a él le daba igual. Entraba, se acercaba a ella, acercaba las manos como si se las calentase y se sentaba tan contento en "su sitio", después de haberse soplado las palmas de las manos, repetidas veces, tras "calentárselas" como hacía en invierno, o cuando hacía frío.

Tomaba café con leche y cinco churros, aunque algunas veces, pocas, añadía dos porras, tras consultar la calderilla que llevaba en el bolsillo. Esto es un detalle que nunca me expliqué, pues había veces que pagaba con un billete de cien pesetas, aunque la consumición no llegase ni a las cinco, y no obstante no pedía las dos porras.

Este hombre, que rondaría los treinta años, era de una de las “familias bien” de la Estación; de la Colonia San José concretamente.

Aunque tenía dos bares junto a su casa, siendo propiedad de la familia uno de ellos y regido por una tía suya, y otros dos cerca, los cuales le quedaban de paso, merendaba en la churrería después de salir del Cine del Valle, yéndose después directamente a su casa ya anochecido.

Cuando le servía el café con leche -"En taza grande, por favor"-, o bien en “vaso alto, por favor”, como él decía cada vez que me pedía la consumición, no le llenaba el recipiente hasta el límite normal, porque sabía lo que me diría. "-No, no. Llena". Llena hasta el borde, "por favor". La llenaba, y entonces él se inclinaba sobre la taza, arrimaba los labios al borde y absorbía el líquido hasta dejar el nivel más bajo, a su gusto, pues así podía introducir los churros en el recipiente, sin hacerle rebosar.

Siempre era así. Tanto el usar todas las servilletas que había en el servilletero, como el pedirte más y usarlas todas también, lo mismo que sus cinco churritos. Más de una vez le ponía cuatro, o seis, aposta, adrede, y él me decía: - ¡Eh, chico, te has confundido, te he pedido cinco! Yo, todo serio le contestaba que me había confundido y le pedía perdón por ello. Se quedaba satisfecho y se arrellanaba todo ufano en la silla.

Se creía un señor, o se las daba de señor, y yo casi no me podía contener la risa. Sobre todo, viendo que Gregorio, mi jefe -más amigo que jefe-, estaba mirando para no perder detalle y desternillándose detrás del mostrador junto al fogón -siempre y cuando por la radio no se transmitiese en ese momento, y en “Carrusel deportivo” la consecución de pases que presagiasen un inminente gol-, con la barra de hierro de presionar sobre la churrera, suspendida a medio bajar y sujeta con la mano derecha y el brazo en alto, escurriéndose por la estrella del molde la masa hacia la gran sartén con el aceite hirviendo.

Entre los dedos de la mano izquierda –era zurdo, o zocato como él decía-, la masa de un churro se le escurría, en claro intento de suicidarse en el aceite, ya que no le echaban a su tiempo a la piscina oleosa.

Si lo que estaba friendo Goyo en ese momento era la rosca de porras, al suspender la presión del metal sobre la cabeza de madera del pistón del molde, la masa dejaba de caer al aceite. En ese momento la rosca estaba finalizada, ya diera todo el círculo de la gran sartén, como si de la rosca –en este caso rosquita- solamente se pudiesen hacer o sacar tres, cuatro o cinco porras propiamente dichas.

Al final salía yo ganado, pues me reía de los dos a placer. Bueno, no de ellos, sino de la situación y estampa creada por ellos.

Esto, con pocas o inapreciables variaciones, pasaba todos los fines de semana y días festivos, o fiestas de guardar, durante los 6 años que estuve allí como churrero y camarero por las tardes. Lo de las mañanas es harina de otro costal.

AdriPozuelo (A. M. A.)
Villamanta, madrid
mayo de 2008