22 DE DICIEMBRE...

22 DE DICIEMBRE
(CUENTO)

Aquel 22 de Diciembre, amaneció lluvioso. Elena se había levantado temprano, como cada mañana, levantó y dejó preparada a su madre, y, después de arreglarse, se encaminó hacia la ciudad, donde, hasta medio día, trabajaba en la casa de la señora Micaela.

De paso por el Café de Levante, entró, siguiendo su costumbre de cada día, y se tomó la tostada con aceite y tomate, acompañada de un vaso de leche, que, María, la cocinera, le preparó nada más verla.

Era tan agradable Elena, y les había caído tan bien a Marisol y María, las empleadas del café, que el desayuno no le faltaba nunca. Claro que, ella, bien sabía agradecerlo, echándoles una mano, cuando hacían la limpieza extraordinaria cada semana.

Con un ¡hasta mañana!, se despidió de María. Cuando se dirigía hacia la puerta, vio asomar un papel por debajo del felpudo, y, la curiosidad le llevó a cogerlo. Era un décimo de lotería de Navidad. Instintivamente, se lo guardó, y salió del café.

Mientras caminaba, el cuento de la lechera empezó a aflorarle en la cabeza: -Le iba a tocar el gordo, pensaba; y, con el premio, lo primero que haría, sería comprarle a su madre una silla de ruedas, con motor. Podría comprarse una casa, mejor que la que tenían ahora, la vieja y mal acondicionada de la aldea; y, a su hermano –que estaba en el paro-, le daría para que se instalara en un taller, como autónomo. Además, su madre, (el padre había fallecido hacía unos años), que, cuando ellos se marchaban, se quedaba sola, podría estar atendida por una asistenta; y, en su casa, todo sería felicidad.

Llegó a la casa de la señora Marcela y, lo primero que hizo, fue poner la radio, para oír el sorteo; aunque la verdad era que, enfrascada en limpiar y preparar la comida, para que todo estuviera listo cuando llegara la dueña, ni se enteraba de los premios; pero, la cantinela de los niños del sorteo, era una música de fondo que le agradaba.

Terminó la faena poco antes de que llegara, y, con su acostumbrado ¡hasta mañana, señora!, se despidió un día más.

Al pasar nuevamente por el Café de Levante, recordó su décimo y se le ocurrió entrar a preguntar por el número del gordo.

Le llamó la atención enseguida, el grupo de personas que, sentadas en el “Rincón de las Letras”, hablaban algo nerviosas y preocupadas: Les había tocado el premio gordo, en uno de los décimos que jugaban entre todos (cada uno había aportado uno al fondo), y no lo encontraban por ninguna parte. Unos le echaban la culpa a los otros, pero, lo cierto era que el décimo se había extraviado.

Preguntó a Marisol por el número del gordo, y pasó al servicio para, a solas, comprobar su décimo. ¡Era el premiado!, tal y como se había figurado, desde que presenció el debate de aquellos clientes del café.

Se lo guardó, y salió dirigiéndose a la calle; esta vez sin despedirse.

- ¡No lo entregaría!; en su casa hacía mucha falta el dinero, y, en cambio, a aquellos señores, lo que les tocaría al repartir, no les iba a solucionar nada.
Cuando llegó a su casa, no contó nada, porque eran miles los pensamientos que le pasaban por la cabeza. Besó a su madre, se cambió de ropa, y se fue a dar una vuelta por las calles de la aldea. Esta vez, más que a pasear, se fue a seguir rumiando el tema que le preocupaba.

- ¡No lo entregaré!, se repetía; pero no terminaba de convencerse.

Así pasó la tarde y, con un fuerte dolor de cabeza, se acostó pronto, una vez hubo dejado en cama a su madre.

Apenas había cogido el sueño, cuando unos fuertes golpes, aporraceando la puerta del dormitorio, la despertaron. Abrió y se encontró con un grupo de clientes del Café de Levante, que, armados con tenedores y cucharas, le increpaban para que devolviera el décimo que les había robado. Retrocedió hacia la cama, buscó debajo de la almohada y, cuando se volvió para entregárselo, habían desaparecido. Asustada, se volvió a dormir.

Se levantó antes que de costumbre, después de haber dormido bien poco, con la decisión de ir al Café de Levante a entregar el décimo. ¡No podía aguantar la situación de preocupación que le embargaba!.

Tras despedirse de su madre, dejándola en su silla, en compañía de su hermano -que siempre andaba haciendo algo por la casa, pero pendiente de ella, para ayudarle en lo que necesitara-, se dirigió a la ciudad.

Había muy poca gente a esas horas, en el Café de Levante. Llamó a María y Marisol y les contó su odisea, entregándoles el décimo, correspondiéndole cada una con un beso. Llamaron ellas a Aparicio, le contaron lo ocurrido, guardó él el documento premiado, y se deshizo en elogios para Elena. Ella desayunó, como cada día, y, cuando salió a la calle, iba pletórica de satisfacción.

Cuando a medio día llegó a su casa cantando, su madre y su hermano, que la habían notado muy extraña el día anterior, intercambiaron una mirada de felicidad.

Al día siguiente celebraron la cena de Navidad, tuvieron un recuerdo para su padre, y, como Elena no tenía que trabajar al otro día, prolongaron la trasnochada más de lo habitual, compartiendo otros recuerdos.

Estaba aún en la cama, a las diez de la mañana, cuando oyó llamar insistentemente a la puerta. Se asomó por la ventana y se llevó una agradable sorpresa, al ver allí a Ciudadana, María y Marisol, con un paquete. Se arregló un poco, rápidamente, y bajó a recibirlas.

Pronto comprobó que en el paquete traían una silla de ruedas de motor; le dijeron que un empresario, cliente del Café, quería contratar a su hermano; y, lo más importante, por su valor económico, costeadas por todos los integrantes de la Peña de la Lotería, pronto iniciarían las obras de acondicionamiento y mejora de la casa.

Unas lágrimas de emoción rodaron por sus mejillas, mientras que, su pensamiento, volaba agradeciendo.

Plazalagua.