Mensajes de Literatura enviados por Don Vela:

Las gentes del pueblo a esas alturas -también las que iban a misa- estaban maliciadas y pronto dedujeron que si Casimiro acudía al templo católico con frecuencia, era para ver a Casilda y estar con ella. Y lo comentaron por aquí y por allá hasta que la interesada lo supo, pese a sus públicos intentos de no darse por enterada.
Así empezó el asedio. Y quiérase o no, Casilda se sintió halagada y ligeramente predispuesta -sólo ligeramente- a escuchar de labios de su presunto enamorado alguna propuesta como las que suelen deslizarse en situaciones parecidas. Propuesta propensa a precipitarse en casos de amores tardíos, pues la ocasión no se prestaba a perder el tiempo.
El enamorado Casimiro insistió en la calculada, metódica, aventurada y rápida aproximación a Casildita para ir ganando su confianza. No quería hablar por hablar con ella. Soñaba con otras metas: en el fondo, llevársela a la cama. Y ese objetivo, difícil de alcanzar en años de pudibunda separación entre ellos y ellas, era aún más duro de pelar, pese a lo zorro que resultaba ser el sesentón, en un mundillo campesino y como tal puritano. Era cosa de paciencia, astucia y grandes dosis de amabilidad.
El cura, don Genaro, andaba por medio con la sana pretensión de que Casimiro se convirtiera a la fe de Cristo, para lo cual -advertido de las circunstancias del caso- era preciso contar con la ayuda de doña Casilda.
Don Genaro, el tonsurado, y Casimiro el zorruno, jugaban todos los sábados una partida de tute subastado en la rebotica, con su dueño don Augusto y el médico don Silvino; una partida que empezaba a las tres de la tarde y terminaba a las siete, para dar tiempo al cura a celebrar en la iglesia la función de vísperas. Jugaban, charlaban y discutían amistosamente los cuatro amigos de todo, menos de tres temas: de religión, de política y de la vida íntima de cada uno de los reunidos. Hablaron y mucho de Casilda, pero advertidos de que Casimiro quería sitiarla, funcionó la veda y se hizo caso omiso de su existencia.
Pero esto no impidió que don Genaro, el cura, abordase a la dama un día que se topó con ella a la puerta de la iglesia. El abate conocía la vida y milagros de sus feligreses y feligresas que le confesaban sus pecados, menos los de doña Casilda que, para recibir el sacramento de la penitencia se valía de los frailes de Angosto y nunca del cura del pueblo.
- Me alegro de verla, doña Casilda; porque quería consultarle una cuestión de confianza.
- Usted dirá, don Genaro.
- El caso es que el amigo Casimiro, proclamado ateo, acude ahora con frecuencia a la iglesia y hasta soporta mis aburridos sermones.
- Sí; ya lo he comprobado. ¿Y qué hay de malo en ello?
- Nada; al contrario: se abre la esperanza de su conversión y usted puede hacer un gran trabajo en este sentido.
- ¿Yo? ¡Pobre de mí! ¡Qué cosas dice!
- Sé lo que digo y usted me perdonará Doña Casilda. Casimiro va a la iglesia para verla a usted y yo, -en mi atrevimiento- le pediría que le dé carrete. Ya me encargaré de adoctrinarlo.
- Pero señor cura, eso es una intromisión en la vida privada de un feligrés. ¡Me deja asombrada!
UNA PARTIDA DE TUTE SUBASTADO (2)
- Ya sé que me estoy metiendo en camisas de once varas, pero doña Casilda, el que salva un alma, salva la suya. Piense en ello: es por un buen fin.
Y Casilda, impactada por la idea, aceptó la propuesta y se puso a fabular el modo y manera de entretener las ansias de conocimiento, en el sentido bíblico del vocablo, que tenía de su persona el ateo Casimiro. Era un juego peligroso pero atractivo y, además, contaba con los parabienes del cura.
(Continuará) ... (ver texto completo)
UNA PARTIDA DE TUTE SUBASTADO (1)

Los inviernos eran duros en Valdegovía. No tanto como en Valderejo, o como en los pueblos de Losa encaramados en el páramo, pero sí, largos, fríos y aburridos.
Cerca del fuego de cocinas bajas, en torno al brasero de la mesa camilla en las casas ricas, o junto a la estufa en la tasca del hostal, se animaba el coloquio entre vecinos a la espera de meses más templados y días luminosos, cuando se movía la sabia de los árboles, florecía el amor y los chicos de la ... (ver texto completo)
jueves, 9 de julio de 2015
EL MAESTRO HERIDO EN LA MEMORIA (2)
Marta, muy observadora, agradeció a don Serafín su gran interés por los alumnos y sus deseos de enseñar; explicaba las lecciones con paciencia y detenimiento. Se acoplaba a la edad y capacidad de cada pequeño y su dedicación era eficaz y provechosa. Pese a todo, también detectó sus fallos de memoria, que no disimulaba, referidos a hechos recientes; olvidos muy expresivos cuando trataba de seguir ciertas rutinas.
Don Serafín se olvidaba del lapicero o de la tiza o de cualquier otro objeto de uso habitual; o aparecía con un solo calcetín porque desmemoriaba el otro; o con la bragueta suelta, provocando la risión de los niños maliciosos.
- Don Serafín –le avisaba Marta- aquí tiene lo que busca, -y le entregaba el cepillo de bayeta para borrar la pizarra.
- Perdona Marta; no sé qué me pasa. No doy una.
- Eso tiene que ser, -replicaba la niña- de la herida de guerra.
- Yo creo que sí. Pero, ¿qué puedo hacer?
Y Marta, cargada de paciencia, le decía.
- Se me ocurre que ha de tomar algunas precauciones: dejar las cosas que más usa siempre en el mismo sitio; o llevar atados con un cordoncito al ojal del chaleco, el lapicero, o la estilográfica; y hacer una lista con las tareas de cada día siguiendo un orden… ¡Cosas así!
- Tienes razón. Voy a intentarlo
Marta, consiguió que Don Serafín no anduviese a vueltas para localizar sus pertrechos cuando los necesitara.
Un buen día, pese a todo, apareció don Serafín en la clase con la camisa a medio abrochar sobrepuesta a la americana. Marta tan pronto se dio cuenta, avisó al maestro y éste salió del aula para poner su vestimenta en orden, mientras los niños se reían descaradamente no sin cierta crueldad.
Marta volvía a insistir en tono familiar, casi como si fuera una madre, o una novia, ante Don Serafín:
- En el momento de acostarse debe hacer una lista. Por cada prenda que se quite, hará una anotación. Supongamos que se desprende de la americana; tiene que anotar: “americana, colgada en la percha del armario”. Y si luego se descalza: “zapatos colocados bajo la silla”. Así hasta quedar desnudo, y entonces puede escribir: “Yo, en la cama”. Y al día siguiente, al levantarse, repasar la lista y empezar por el final: ponerse cada prenda por orden inverso, terminando por los zapatos y la americana.
Serafín, ya de noche, de regreso a su casa donde vivía solo, tomó el papel que le preparó Marta con el plan anti olvido y, al ir a acostarse, empezó la cuenta, manteniendo el orden a seguir al desnudarse para, al día siguiente, hacer lo mismo pero al revés para vestirse.
Se quitó la chaqueta y puso: “americana en la percha del armario”. Le tocó el turno a los zapatos y continuó: “zapatos debajo de la silla”. “Los calcetines, dentro de los zapatos”. “El chaleco en el perchero, encima de la chaqueta”. “La camisa, en el respaldo de la silla”. Y así hasta completar la lista y como quedaba solo su persona, puso punto final a la tarea: “Yo, en la cama”. Y durmió plácidamente.
Al amanecer, era un día de primavera con un sol espléndido asomando entre el pinar, Serafín abrió la ventana y aspiró profundamente el aire fresco y puro con olor de montaña florecida. “ ¡Una delicia!” –pensó-.
Se quiso vestir para dar un paseo antes de abrir la escuela.
Según lo convenido, consultó la nota encabezada por una advertencia escrita con mayúsculas por la espigada, amable, cariñosa y bien parecida Marta. Se leía: “Buscar cada prenda empezando por el final y vestirse en orden inverso al seguido para desnudarse”.
Al tomar el papel pudo leer el último renglón: “yo en la cama”.
Serafín recordó el consejo escrito por Marta: “Seguir al pie de la letra la indicación de esta nota”. Lo tuvo muy presente, pese a su desmemoria, porque Marta era su ángel de la guarda y sus palabras las repetía cien veces para dejarlas como grabadas a cincel en su mente.
Así que, el “yo, en la cama” interpretado al pie de la letra, le indujo a buscar su yo. Se fue a su lecho, alzó la sábana y no estaba ni encima ni debajo del colchón. Tiró de las mantas, por si estuviera envuelto en ellas, y tampoco allí apareció. Retiró el mueble, miró en todos los rincones de la habitación, luego en las demás alcobas de la casa, en los desvanes, en los establos ahora en desuso, en una despensa sin luces, y ¡nada!
Un sudor frío bañó todo su cuerpo. ¿Qué le diría a Marta, tan solícita como estuvo, al fracasar en su búsqueda? Sólo llegó a esta conclusión: “desnudo como estoy, no puedo ir a la escuela”.
Y no fue. Desolado, triste, compungido, se dirigió hacia un rincón, apoyó su espalda contra la pared y se deslizó hasta quedar en cuclillas, tembloroso y con sus ojos hundidos mirando al vacío, desmadejado, ido…
Al momento, con la escuela cerrada y sin comparecer el maestro, Marta sospechó que algo grave había pasado. Fue hasta la casa de don Serafín y comprobó que permanecía cerrada, aunque una ventana del primer piso estaba abierta. Sin más, se fue en busca del alcalde concejil y éste, advertido de la gravedad del caso, pidió la ayuda de dos mozos que pasaban por allí. Con una escalera de mano subió uno de ellos, entró en la casa por la ventana abierta y, sin detenerse, descendió al piso bajo para abrir la puerta desde dentro.
Entraron los cuatro, el alcalde, sus dos espontáneos ayudantes y Marta en la que ni se fijaron los primeros. Pronto descubrieron al maestro desnudo, acurrucado en un rincón, temblando de frío, aunque sudoroso, con disgusto manifiesto por no encontrar su yo.
- ¿Qué le pasa, don Serafín? –lo interpeló el Alcalde.
- No me encuentro –contestó el maestro con voz casi inaudible.
- ¿No se encuentra bien?
- No; no es eso. No me encuentro.
- Insisto: ¿no se encuentra bien?
- No es eso; no es eso.
El alcalde se volvió a sus acompañantes, imperativo.
- Hay que buscar al médico.
Solo Marta, humedecida en lágrimas, tomó una manta, tapó a don Serafín, lo ayudó a levantarse y lo acostó en la cama con amor. Bastaron unas palabras de la niña mujer para serenar al maestro. Marta lo tuteó como si fuera de casa: “Ya estás aquí, ya tenemos tu <yo, en la cama>. Lo he visto. Nos hemos encontrado.
Don Serafín sonrió placentero y su alma volvió a entrar en un clima cálido y sereno. ... (ver texto completo)
EL MAESTRO HERIDO EN LA MEMORIA

1

Todo empezó en la guerra del Rif, tan lejana, tan bárbara y sangrienta, en el verano de 1921.
Serafín, pobre por su casa de campesinos manchegos, maestro tras grandes sacrificios y mucho estudio, al cumplir veintiún años lo llamaron a filas. Por no tener dinero contante y sonante que lo redimiera de la guerra, se lo llevaron a Marruecos. Así, inesperadamente, se vio metido de lleno en el desastre de Annual con el grueso de las fuerzas españolas.
En la ... (ver texto completo)