Antonio Viñayo. abad emérito de san isidoro, "Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

Antonio Viñayo. abad emérito de san isidoro

«A lo largo de mi vida, he sentido en muchas ocasiones la mano de Dios»

cristina fanjul | león 31/03/2012

Cuando Antonio Viñayo nos concedió esta entrevista —que mejor debería ser calificada de conversación íntima— aún vivía entre los muros de su amada Colegiata. Traspapeladas sus palabras entre los bits de la grabadora, salen hoy felizmente a la luz después de un ‘bendito reencuentro’.

—Empiezo como Unamuno ¿Cree usted en Dios?

— ¿Yo? Desde siempre.

— ¿Cómo se explica a un descreído el misterio de la fe?

—Pues habría que ver las disposiciones que tiene, y saber que la fe la da Dios. Yo aprendí de mis padres, que eran muy religiosos, y además a Dios no lo he visto, pero lo he sentido y con mucha frecuencia. Pero es que yo estoy pendiente de Dios constantemente, que me da fuerza y alegría para soportar la vida y seguir adelante, y a esperar que me lleve de aquí.

—Pero ¿cómo se consigue la iluminación? ¿Cuál es el camino?

—Gracia de Dios, la oración, los ratos a solas con Dios. Con ver las estrellas, con observar lo que pasa en el mundo y con que veas la fe de los demás... Somos muchos millones y mucha gente muy sabia que ha dedicado toda su vida a pensar en Dios.

—Sobre todo en un momento de laicismo militante como el actual.

—Cicerón dijo una vez: No creas a los que dicen no creer en Dios porque cuando están a solas y de noche, por lo menos titubean. Porque, si no ¿Qué sentido tiene todo esto?

—Decía que siente a Dios en numerosas ocasiones. Descríbame una de esas veces.

—Sí, la vida de mi padre, que no tenía letras y venía de una familia muy humilde, muy muy humilde. Vivió con mucha estrechez, sobre todo de niño. Yo recuerdo que muy a menudo se iba a meditar, a hacer meditación, él solo... (reflexiona) Verá, mi padre estaba a punto de morir, estaba muy enfermo. Era el primer año de la guerra y yo me tenía que ir al seminario de Oviedo, pero no podía por la guerra. Entonces se decidió que nos mandarían a Lugo. Mi madre y el cura del pueblo dijeron que no, que no me iba a Lugo y fue mi padre, moribundo, el que ordenó que me sacaran inmediatamente de casa porque temía que, de lo contrario, como sabía que él iba a morir al día siguiente, yo me quedara en el pueblo. Entonces me llamó, mi padre, y me dijo: «Mira, esto debería decírtelo dentro de unos años, pero no podré. Toda mi ilusión es que seas sacerdote. Llegará un momento, cuando acabes la carrera, en el que se te ordenará. Pero, piénsatelo bien. Si tú no te sientes con fuerza, no lo dudes y te vuelves atrás, que ya Dios te ayudará. Tuvieron que buscar a un tío que me llevara a Lugo. Llegué a Lugo y a los tres días me dijeron que mi padre estaba enterrado.

— ¿Cómo lo vivió?

—Pues allí me arroparon, el superior me ayudó. Pero, verá, a lo largo de la vida he visto constantemente la mano de Dios.

— ¿Cómo fue su llegada a San Isidoro?

—Nadie me quería dejar venir. Yo, por entonces, estaba en Oviedo. El obispo me preguntó pero ¿qué te pasa? ¿Es que no estás a gusto aquí? Y yo le decía: pues es que yo he hecho la tesis doctoral sobre Santo Martino y me gustaría volver a León... Pero claro, es que en Asturias los curas eran muy necesarios, porque habían muerto doscientos en la guerra. Aquello fue una verdadera cruzada, ¿sabe? y en León iba a haber muy poco que hacer, porque aquí había tal cantidad de curas, y tan preparados... Salían por las universidades extranjeras, habían estudiado en Roma... De modo que yo, a estudiar y a rezar a San Isidoro, con el Santísimo. Y vengo para acá y, ya ve, que no me han dejado parar. Primero tuve que restaurar la Colegiata, que se estaba cayendo. No había nada, estaba todo en ruinas. Después, comencé a estudiar y a ordenar el archivo, hasta que me di cuenta de que estudiando y dedicándome sólo a esto pues daba muy mal ejemplo porque los compañeros se pasaban todo el día predicando...

— ¿Ha pasado la vida de manera fugaz?

—Pues sí. Se ha pasado rapidísimo, pero yo, de verdad, nunca pensé que fuera a llegar a esta edad. No sé si sabe que yo nací gemelo, Éramos dos, mi hermano se murió a los trece meses, y eso que, según me dijeron siempre, me sacaba la cabeza. Yo era un alfeñique y, sin embargo, aquí estoy.

— ¿Cuál es su mejor recuerdo?

—Mis padres y mis hermanos. Especialmente, el cariño de mi madre y el ejemplo de mi padre. De vez en cuando pienso en mi hermanín, al que no conocí. Me han dicho que tenía la cabeza torcida. Murió de parálisis infantil. En mi pueblo nunca había habido gemelos y entonces, por lo visto, solía venir todo el pueblo a vernos. La sobrina del cura nos había hecho unos gorros y, según me contaban, nos ponían a los dos, uno enfrente del otro, en la mesa, con una pelota en medio para que nos la tiráramos el uno al otro.

— ¿Volvía a menudo al pueblo?

—Sí, todos los veranos regresaba.

— ¿Cómo lo recuerda?

—Recuerdo la fiesta del árbol. Creo que era el año 22, la época de Primo de Rivera. Yo debía tener cuatro años y, como comprenderá, tenía un lenguaje muy corto. Cantábamos. «Ahí va el niño a la fiesta del árbol. Señalado entre todos será». Y a mí la palabra señalar no me sonaba más que de cuando se echaban al monte los corderos. Verá, para que no se perdieran o se cambiasen de cuadra, pues les cortaban las orejas. Y se decía que les señalaban. Así que yo pensaba que me iban a cortar una oreja. A mi me preparó una poesía el maestro. Ese día me subieron a una mesa y me pusieron un mandilón para recitar una poesía que había preparado el maestro: «Amable pueblo de Otero. Serás rico, noble, honrado y grande será tu emblema si respetas su lema. Yo tenía muy buena memoria y a menudo recitaba poesías en la iglesia.

— ¿Qué filósofo le despierta mayor admiración?

San Agustín y San Pablo. Cuando yo era pequeño, en mi casa no había libros. Mi padre no podía leer. Se había quedado sordo y ciego por leer la Biblia que le había dejado el señor cura. Leían a la luz de la lumbre, del fogón. Cuando llegábamos con los problemas de la escuela y no los sabíamos resolver, acudíamos a mi padre, que siempre nos lo resolvía. Era muy inteligente mi padre. En mi casa había algunas joyas que había comprado al cura viejo: uno de ellos era un libro de San Agustín y las Epístolas de San Juan. En mi casa se rezaba el rosario y cada día se leía la vida de un santo, que eran vidas más milagrosas que las de ahora.

— ¿Qué admira de San Pablo?

—El coraje y la fe en Jesucristo. Y de San Agustín, exactamente lo mismo: «Nos has hecho Señor para tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí». Los dos fueron grandes pecadores. San Pablo, pues fue asesino, fue quien guardó los capotes de los que apedreaban a San Esteban. Pero, una vez que se convirtió, lo que sufrió... y lo mismo puede decirse de San Agustín.

— ¿Cree que la pobreza genera más santidad?

—Si se lleva bien, si. Si no, todo lo contrario porque crea desesperación. A quien cree en Dios no le falta nada. pero la pobreza no ayuda nada.