Buenas noches! Les ofrezco un cuento que ganó el segundo premio en el Concurso de la Peña, "Canales-La Magdalena" Un solo pueblo

Buenas noches! Les ofrezco un cuento que ganó el segundo premio en el Concurso de la Peña de Escritores de Pinamar. "La Malquerida" no necesita presentación, pero tal vez el Teatro Nacional Cervantes no sea conocido allí. Es un hermoso edificio que María Guerrero ofrendó a la Ciudad de Buenos Aires. ¡Qué época para regalo semejante! Qué tal! Espero les guste. Un abrazo a todos (y todas) jajaja para estar a tono y que nadie quede sin saludar. Ahi va....
"El que quiera a la del Soto tiene pena de la vida. Por quererla quien la quiere, le dicen la malquerida" Jacinto Benavente
Cuando abuela murió, centenaria y lúcida, sus hijas y nietas debimos elegir entre algunos objetos que tía Carmen había puesto a nuestra decisión. Solamente uno para cada una. Con eso bastaba, dispuso con la autoridad que le era propia en esa familia con tan pocos hombres.
Ese día, fui de las primeras en llegar a la casa grande y, decidida, tomé el par de anteojos de teatro que siempre habían llamado mi atención. Nunca pude tenerlos en mis manos más de un momento. Abuela sólo me permitía acercarlos a la punta de la nariz mientras, riéndose, me ordenaba cerrar los ojos. Ahora serían míos.
Poco me interesó la conversación que intercambiaba chismes de familia con el recuento de quiénes estuvieron y quiénes faltaron a la despedida de abuela. Mi pensamiento estaba puesto en el preciado objeto que ocupaba buena parte de mi cartera. No bien pudiera dejar la casa sin ofender a nadie, caminaría por Corrientes para ver la cartelera teatral.
Había poco. Nada donde pudiese lucir mis anteojos. Plumas, disfraces, TV sobre las tablas y la promesa de alguna buena obra para el mes próximo. Nada para esa noche. ¿Iría al Colón? Sí. Era una excelente opción, siempre y cuando mi billetera me diera el OK. No me lo dio. Seguí caminando, obcecada. Tenía que encontrar un lugar donde pudiese estrenar en el siglo XXI los anteojos que abuela había lucido en el siglo anterior y que, se me ocurrió de pronto, tal vez heredara de bisabuela Jacinta. Si fuese así, mis cristales habrían visto estrenos de obras maestras dos centurias atrás.
Haciendo estos cálculos, tropecé con la hermosa y deslucida fachada del teatro Cervantes. Pocos escalones me separaban de la boletería en la calle LIbertad, donde se ofrecía a un precio accesible la última función de la temporada de "La Malquerida". Un palco bajo cerca del escenario estaba libre. Lo tomé y fui a esperar que dieran sala. Estaba ansiosa.
Al rato, un acomodador me acompañó y, con solemnidad, puso una enorme llave negra en la cerradura, permitiéndome el ingreso al palco. Cuando salió, las cortinas de brocato se cerraron detrás de él. Sólo había allí cuatro sillas tapizadas en pana roja. Estaba sola y abrí la cartera para acariciar el estuche que guardaba los anteojos de teatro. ¡Qué placer sentía!
Pocos minutos más tarde se apagaron las luces de la sala y se encendieron las del escenario. Mis manos buscaron los cristales que, con gozosa devoción, acerqué a mis ojos. Me parecía estar en el escenario. Había pocos espectadores y los palcos circundantes estaban vacíos. De pronto, detrás de mí, una silla se movió. Miré hacia atrás pero no vi a nadie. Puse mi atención nuevamente en la escena y traté de serenarme. Quien podría estar allí que no pudiese verlo.
Absorta, seguí mirando a través de los anteojos y comencé a oír a mi lado una voz con acento castizo que decía el parlamento tal como se hablaba en el escenario. No me atrevía a mirarla, pero sabía que estaba allí. Un perfume a jazmines había inundado el palco. Tomé coraje y miré hacia atrás, para encontrarme con el rostro aún joven de María Guerrero, envuelta en una capa blanca y etérea como ella. Sólo sus ojos y su espléndida voz parecían vivos. Quise tocarla con la punta de los dedos, pero se hizo inalcanzable. Mientras, por lo bajo, ella seguía hablando como doña Raimunda.
Cuando Esteban apareció en escena, me dijo en amorosa confidencia que ese hombre que lo había representado era su esposo, al que ella amó tanto como al teatro. Era tan grande su amor por él que le había perdonado, dijo, la ofensa por haber llevado a la cama a una muchacha argentina muy bonita que iba todas las noches a verlo al teatro.
-Se ocultaba detrás de unos anteojos iguales a los que tú tienes. Ocupaba siempre este palco, y yo sabía que mi Fernando se dirigía a ella cuando hablaba a Acacia.
No podía creerlo. Sólo atiné a decir que los anteojos eran de mi abuela. Por respuesta, recibí un par de chistidos desde la platea. La gran actriz había desaparecido de mi vista. Pensé que todo era un juego de mi imaginación que siempre había sido pródiga y que la emoción de tener para mí los anteojos de teatro de abuela, habrían hecho el resto.
Nuevamente oí el movimiento de las sillas a mis espaldas y al enfrentarla, ella, suspirando a un palmo de distancia, alzó la mano con guantes de encaje color marfil y descargó sobre mi mejilla la añosa ofensa amorosa. Mi piel sintió el escozor de la incertidumbre y, a pesar de que las lágrimas me nublaban los ojos, guardé con cuidado los anteojos en su estuche. Así, enfrentando a aquel fantasma rencoroso, busqué la puerta de salida del palco.
María Guerrero jugaba conmigo. Iba de una lado a otro, impidiéndome el paso y llamándome Acacia, mientras seguía hablando como dodña Raimunda. Basta ya, le ordené e imitando su tono de voz le pedí disculpas por los amoríos de su amado Fernando. Se rió.
Con valentía, pasé a través de ella aunque me inquietaba darle la espalda. En un abrir y cerar de ojos estuvo nuevamente frente a mí. La vi extender las manos enguantadas, mientras señalaba el estuche con los anteojos que tembalaba en mis manos desnudas y llenas de vida. Se lo entregué, sin remordimiento ni pesar. Ella se hizo a un lado y dejó que me fuera.
Abrí con cuidado la puerta del palco y caminé por el pasillo buscando la salida del teatro. Mis pasos eran silenciosos, adormecidos por la mullida alfombra. Mi mente bullía como el agua a punto de hervor. La afrenta estaba saldada, aunque nunca podría saber si había sido abuela o bisabuela Jacinta quien había estado en brazos del gentil Fernando Díaz de Mendoza.
Tantos años deseando ser la dueña de los anteojos de teatro y en un instante de torpe desasosiego, me quedé sin ellos. Eso sí, nunca dejaría de preguntarme adónde habría guardado los cristales el fantasma de María Guerrero.